300Corte SupremaCorte Suprema30030020125196901372338080Hernán Toro Agudelo196912/06/1969196901372338080_Hernán Toro Agudelo_1969_12/06/196930020123JUNTA MONETARIA Exequibilidad del literal b) del artículo 5 o. de la Ley 21 de 1963, en la parte demandada, y de los literales a), b), c), d), e) y finalmente i) del artículo 6o. del Decreto Ley 2206 de 1963. PRIMERA PARTE -I- La acusación -II- La intervención del Ministerio Público -III- La competencia SEGUNDA PARTE CONSIDERACIONES PRELIMINARES DE LA CORTE -I- 1. Regulaciones coloniales sobre moneda, interés y banca. 2. El Banco Nacional. 3. Noción económica de la moneda hacia 1886. -II- 1. Concepción jurídica de moneda en la carta de 1886 2. Regulación constitucional del crédito y la banca. 3. Formas nuevas del crédito -III- 1. Regulación inicial del interés del dinero. 2. Normación general de la banca en cuanto a crédito e interés, según las Leyes 57 de 1887 y 77 de 1890. -IV- 1. La regulación inicial de la banca y el crédito como servicio público. 2. El negocio bancario como servicio público concedido, según la Ley 45 de 1923. 3. Sentencias de la Corte sobre exequibilidad de la Ley 45 de 1923. 4. Resumen del capítulo. -V- 1. Noción de servicio público. 2. La banca, servicio público. -VI - 1. Intervencionismo estatal antes de 1936. 2. Intervencionismo genérico de 1936 y diferencias con la regulación de moneda, crédito y servicios. -VII - 1. Proyecto de ley sobre regulación bancaria de 1947. 2. Proyecto de ley sobre establecimientos de crédito de 1960. 3. Resumen del capítulo. -VIII - 1. Función monetaria de los depósitos bancarios. 2. Depósitos y estadísticas monetarias. 3. Depósitos y noción jurídica de moneda. TERCERA PARTE EXAMEN FINAL DE LA DEMANDA -I- 1. Inspección gubernamental e intervención del Estado. 2. Intervención estatal y regulación de servicio públicos. 3. Diferencias entre intervencionismo y regulación bancaria. 4. Otras distinciones entre intervención, regulación bancaria e inspección gubernamental. 5. Los depósitos bancarios se asimilan a la noción jurídica de moneda. 6. Exequibilidad del literal b) del artículo 5o. de la Ley 21 de 1963, sobre facultades extraordinarias. 7. Exequibilidad del artículo 6o. del Decreto Ley 2206 de 1963, en la parte acusada. -II- 1. Nuevo examen de la demanda. 2. La demanda a la luz de la reforma constitucional de 1968. 3. Los artículos 76, numeral 22 y 120, numerales 14, 15 y 22 en la reforma de 1968. 4. El artículo 32 según la reforma de 1968. 1969
Francisco de Paula Pérez y Aníbal Cardoso Gaitán1969013723380802338ORDINAL b) del artículo 5o. de la Ley 21 de 1963 y el artículo 6o del Decreto número 2206 de 1963Identificadores30030065781true1141808original30065806Identificadores

Norma demandada:  ORDINAL b) del artículo 5o. de la Ley 21 de 1963 y el artículo 6o del Decreto número 2206 de 1963


JUNTA MONETARIA

Exequibilidad del literal b) del artículo 5 o. de la Ley 21 de 1963, en la parte demandada, y de los literales a), b), c), d), e) y finalmente i) del artículo 6o. del Decreto Ley 2206 de 1963.

PRIMERA PARTE

-I-

La acusación

-II-

La intervención del Ministerio Público

-III-

La competencia

SEGUNDA PARTE

CONSIDERACIONES PRELIMINARES DE LA CORTE

-I-

1. Regulaciones coloniales sobre moneda, interés y banca.

2. El Banco Nacional.

3. Noción económica de la moneda hacia 1886.

-II-

1. Concepción jurídica de moneda en la carta de 1886

2. Regulación constitucional del crédito y la banca.

3. Formas nuevas del crédito

-III-

1. Regulación inicial del interés del dinero.

2. Normación general de la banca en cuanto a crédito e interés, según las Leyes 57 de 1887 y 77 de 1890.

-IV-

1. La regulación inicial de la banca y el crédito como servicio público.

2. El negocio bancario como servicio público concedido, según la Ley 45 de 1923.

3. Sentencias de la Corte sobre exequibilidad de la Ley 45 de 1923.

4. Resumen del capítulo.

-V-

1. Noción de servicio público.

2. La banca, servicio público.

-VI -

1. Intervencionismo estatal antes de 1936.

2. Intervencionismo genérico de 1936 y diferencias con la regulación de moneda, crédito y servicios.

-VII -

1. Proyecto de ley sobre regulación bancaria de 1947.

2. Proyecto de ley sobre establecimientos de crédito de 1960.

3. Resumen del capítulo.

-VIII -

1. Función monetaria de los depósitos bancarios.

2. Depósitos y estadísticas monetarias.

3. Depósitos y noción jurídica de moneda.

TERCERA PARTE

EXAMEN FINAL DE LA DEMANDA

-I-

1. Inspección gubernamental e intervención del Estado.

2. Intervención estatal y regulación de servicio públicos.

3. Diferencias entre intervencionismo y regulación bancaria.

4. Otras distinciones entre intervención, regulación bancaria e inspección gubernamental.

5. Los depósitos bancarios se asimilan a la noción jurídica de moneda.

6. Exequibilidad del literal b) del artículo 5o. de la Ley 21 de 1963, sobre facultades extraordinarias.

7. Exequibilidad del artículo 6o. del Decreto Ley 2206 de 1963, en la parte acusada.

-II-

1. Nuevo examen de la demanda.

2. La demanda a la luz de la reforma constitucional de 1968.

3. Los artículos 76, numeral 22 y 120, numerales 14, 15 y 22 en la reforma de 1968.

4. El artículo 32 según la reforma de 1968.

FALLO:

Corte Suprema de Justicia - Sala Plena - Bogotá, D.E., junio doce de mil novecientos sesenta y nueve.

(Magistrado Ponente: Doctor Hernán Toro Agudelo)

Los ciudadanos doctor Francisco de Paula Pérez y doctor Aníbal Cardoso Gaitán, en ejercicio conjunto de la acción pública que consagra el artículo 214 de la Carta, demandaron ante la Corte Suprema de Justicia la declaración de que son inconstitucionales el ordinal b) del artículo 5o. de la Ley 21 de 1963 y el artículo 6o. del Decreto número 2206 de 1963, en las partes a que el memorial acusatorio se refiere.

La demanda fue debidamente presentada el dos de julio de 1964 y luego del trámite de rigor la Corte Suprema de Justicia, en Sala Plena, estudió el asunto en diversas oportunidades y durante repetidas sesiones; y al sobrevenir la reforma constitucional de 1968, sin que hubiera culminado el minucioso examen que se adelantaba, correspondió a la Sala Constitucional emitir el concepto que las normas vigentes exigen y de nuevo a la Sala Plena la decisión del caso, previas las siguientes consideraciones:

PRIMERA PARTE

- I -

LA ACUSACIÓN

Comienza el libelo por hacer la transcripción literal de las disposiciones acusadas, que rezan así:

LEY 21 DE 1963

Artículo 5o. Créase una Junta Monetaria encargada de: . . .

b) “Ejercer las demás funciones complementarias que se le adscriban por el Gobierno Nacional. . .”

Lo enjuiciado de este artículo es únicamente la parte que acaba de transcribirse del ordinal b).

DECRETO LEY 2206 DE 1963

Artículo 6o. “De acuerdo con el artículo 5o., literal b), de la Ley 21 de 1963, adscríbense a la Junta Monetaria las siguientes funciones que podrá ejercer mediante normas de carácter general;

“a) Fijar de acuerdo con las circunstancias monetarias y crediticias, límites específicos al volumen total de los préstamos o inversiones de las instituciones de crédito o a determinadas categorías de ellos;

“b) Señalar la tasa de crecimiento del total de los activos a que se refiere el literal anterior, o de determinadas clases de ellos, durante un cierto período, pudiendo establecer tasas diferentes por entidades, atendiendo, entre otras razones, a su contribución a la financiación de operaciones de desarrollo económico;

“c) Señalar las tasas máximas de interés o descuento que los establecimientos de crédito pueden cobrar a su clientela sobre todas sus operaciones activas. Estas tasas podrán ser diferentes en atención a aspectos tales como clase de operación, de destino de los fondos, y lugar de su aplicación. Las instituciones de crédito que cobraren tasas de interés en exceso de los máximos fijados por la Junta Monetaria, estarán sujetas a las sanciones que establezca la Junta en forma general para estos casos;

“d) Fijar los plazos de los préstamos y descuentos que efectúen las instituciones de crédito y las clases y montos de las garantías requeridas en tales operaciones;

“e) Prohibir a los establecimientos de crédito la ejecución de ciertas clases de préstamos e inversiones que a su juicio conlleven grave riesgo, o establecer una determinada proporción entre tales operaciones y a su capital pagado y reserva legal.

………………………………………………………………………………………………

“i) Reglamentar las operaciones de crédito comercial de consumo por instalamentos o de ventas a plazos de los establecimientos crediticios o comerciales o de cualquiera otra índole”.

Señálanse, luego, como textos de la Constitución infringidos los siguientes:

Artículo 76. “Corresponde al Congreso hacer las leyes.

“Por medio de ellas ejerce las siguientes atribuciones:

“12. Revestir, pro tempore, al Presidente de la República de precisas facultades extraordinarias, cuando la necesidad lo exija o las conveniencias públicas lo aconsejen”;

Artículo 32. “El Estado puede intervenir por mandato de la ley en la explotación de industrias o empresas públicas y privadas, con el fin de racionalizar la producción, distribución y consumo de las riquezas, o de dar al trabajador la- justa protección a que tiene derecho.

“Esta función no podrá ejercerse en uso de las facultades del artículo 76, ordinal 12, de la Constitución” (art. 4o. del Acto Legislativo número 1 de 1945).

Advierte la Corte que este texto, vigente al momento de la presentación de la demanda, fue íntegramente sustituido por el artículo 6o. del Acto Legislativo No. 1 de 1968.

Las afirmaciones sobresalientes de la demanda, en rededor de las cuales desenvuelve ésta sus respetables razonamientos, pueden compendiarse así:

El ordenamiento constitucional que autoriza al Presidente de la República para ejercer la inspección necesaria sobre los bancos de emisión y demás establecimientos de crédito, fue indudablemente anterior a las normas que establecieron la intervención del Estado en las industrias, primero en la reforma de 1936 y luego en la de 1945; pero esa antelación no significa que exista hoy en nuestro sistema institucional una disposición específica sobre inspección de tales entidades, que autorice la intervención. Si la Ley 45 de 1923 que creó la Superintendencia Bancaria se basó en la primitiva facultad de inspección sobre los establecimientos de crédito, ello fue así porque no existía en ese momento ningún otro mandato constitucional al respecto.

Mas, el sistema vigente, tratándose del control de los establecimientos de crédito, establece dos medios distintos: o la inspección prevista en el ordinal 15 del artículo 120 de la Carta, o la intervención contemplada en su artículo 32, (según las versiones anteriores a la reforma de 1968, advierte la Corte). En razón de la primera, el Gobierno se limita a velar porque se cumplan los mandatos legales que rigen la actividad de los bancos; en el ámbito de la segunda, entra el Estado por mandato de la ley a regular la función bancaria.

Los establecimientos particulares de crédito ejercen una industria privada y se hallan, frente al soberano, en la misma condición que’ las sociedades mercantiles: sujetos a la inspección que establece el ordinal 15 del artículo 120 del Estatuto.

Esta inspección que corresponde cumplir al Presidente de la República, se mantendrá dentro de sus límites, si se aplica simplemente sobre aspectos no intrínsecos de la explotación de las industrias; pero, si penetrare más a fondo en el campo de las mismas, fijando o determinando su régimen, caerá en la intervención, para la cual el Gobierno no estaría legitimado sino en cuanto se llenase el presupuesto del artículo 3.2 de la Carta. Ese presupuesto no es otro que el de que la intervención estatal en la explotación de las industrias sólo puede hacerse “por mandato de la ley”, pero no ejercerse “en uso de las facultades del artículo 76, ordinal 12, de la Constitución”

Y ante la posibilidad de que, por trabajar los bancos con la moneda y por las repercusiones que el crédito y los cambios a que tales establecimientos se dedican pueden causar en el complejo monetario, llegara a suponerse en el Estado poderes de intervención en la actividad bancaria, por fuera del radio :del artículo 32 del Estatuto, en razón de la soberanía que le compete sobre el régimen monetario, se sostiene que, si la función monetaria es acto de soberanía, la actividad bancaria no es necesariamente una función estatal, por lo cual, aunque esta actividad económica sea un servicio público, no es de la competencia exclusiva del Estado y “se puede ejercer por los particulares de conformidad con las leyes”, como lo reconoce la propia Constitución, al hablar de la inspección de los establecimientos de crédito, en cuy a Industria no oficial no podría el soberano intervenir, sino con arreglo al susodicho artículo 32.

Mas, el legislador y el Gobierno se apartaron de este canon, al dictar las disposiciones impugnadas, y esa la razón de ser de la demanda, cuyo pensamiento rector se ostenta en el siguiente pasaje:

“Esencialmente la inconstitucionalidad de las normas acusadas consiste en que ellas se dictaron sin acatamiento a lo ordenado y previsto en el artículo 32 de la Carta, y al uso improcedente de las facultades previstas en el 'numeral 12, artículo 76 de la Constitución.

Tanto el mandato del ordinal b), artículo 5o. de la Ley 21 de 1963, como el artículo 6o. del Decreto Ley 2206 de 1963, en las partes a que la demanda se refiere, se hallan en oposición con los ordenamientos constitucionales citados. La Constitución Nacional quiere que cuando se adopte por el legislador una medida sobre intervención en las industrias, ello se haga directamente por el Congreso, y prohíbe de modo expreso que éste autorice por medio de facultades extraordinarias pro tempore al Presidente de la República para que expida el precepto intervencionalista de carácter legislativo”.

En aplicación de esta tesis, la censura concluye:

Que la inexequibilidad del literal b)' del artículo 5º de la Ley 21 de 1963, resulta de que, si por el ordinal a), el legislador confirió a la Junta Monetaria el encargo de adoptar las medidas monetarias, cambiarias y de crédito que hasta entonces correspondían a la Junta Directiva del Banco de la República, al otorgarle al Gobierno en el ordinal b) la facultad de adscribir a la primera “las demás funciones complementarias”, teniendo que ser éstas de “análoga o igual entidad a las de la letra a)”, porque “lo complementario no es siempre adjetivo”, semejante atribución de asignar tales funciones complementarias “no se halla limitada a la vigilancia o inspección para el cumplimiento de los reglamentos vigentes. Comprende la facultad de integrar con normas nuevas las leyes anteriores o de expedir nuevas disposiciones, que por no estar limitadas en su alcance, pueden cubrir toda la materia a que las leyes preexistentes se refieren)”. Un precepto de tal naturaleza “necesariamente implica el poder del legislador al Gobierno para que legisle, en reemplazo del Congreso, con la amplitud que éste tiene constitucionalmente, es decir, para que expida decretos leyes que pueden ordenar la intervención del Estado en las industrias. Lo cual pone de manifiesto la inconstitucionalidad del artículo 5o. de la Ley 21 de 1963, en cuanto otorga al ejecutivo poderes, si no expresos, sí claramente implícitos, de intervención estatal, lo que el legislador no puede hacer, por prohibición expresa del constituyente”.

Y que la inexequibilidad de las disposiciones acusadas del Decreto 2206 de 1963 se muestra:

a) En el hecho de que esos preceptos, cuyo texto se transcribió al principio, significan una clara intervención en la industria bancaria, cuyo manejo “se traslada así, en aspectos fundamentales, de sus personeros o administradores legalmente constituidos, a la Junta Monetaria”, con la consecuencia de que “en la práctica las funciones autónomas de los establecimientos de crédito en su actividad privada quedan limitadas, casi exclusivamente, a decidir sobre la viabilidad de las solicitudes de crédito, en cada caso, con base en la solvencia moral y económica de los solicitantes”.

Por otro aspecto, “la intervención estatal que se pretende realizar a través de la Junta Monetaria opera en el campo del crédito particular, al cual sirven los establecimientos de esta clase”, y si “el crédito no es función de soberanía del Estado” y si “en la industria bancaria que presta este servicio público económico, el Estado no puede intervenir a título de dueño o soberano que otorga concesiones o delega su poder para que los banqueros ejerzan la industria”, aparece evidente que “las disposiciones acusadas del Decreto Ley 2206 de 1963 son típicamente de intervención en una industria privada, cuyo ejercicio autónomo garantiza la Constitución”. Por donde se concluye que “las partes acusadas del Decreto Ley 2206 infringen ostensiblemente el Estatuto Fundamental del País, pues por definición del mismo la intervención no puede ejercerse en uso de las facultades del artículo 76, ordinal 12 de la Constitución (art. 42 Acto Legislativo No. 1 de 1945”.

c) Finalmente, el articulado que del susodicho decreto se acusa, al vulnerar la calidad que tienen los institutos privados de crédito, mediante la ingerencia de la Junta Monetaria en su dirección y gobierno, suplantando la voluntad natural de sus directivas por la de las disposiciones de dicha Junta, sobrepasa la atribución consignada en el ordinal 15 del artículo 120 de la Carta.

-II-

LA INTERVENCION DEL MINISTERIO PÚBLICO

El Procurador General de la Nación, en diserto y detenido concepto, propugna la exequibilidad de las normas acusadas, en cuya defensa despliega los razonamientos de que cabe, en cuanto a lo fundamental, hacer el siguiente resumen:

El artículo 5o. de la Ley 21 de 1963, por el cual se creó una Junta Monetaria, encargada de “estudiar y adoptar las medidas monetarias, cambiarias y de. crédito que conforme a las disposiciones vigentes, corresponden a la Junta Directiva del Banco de la República”, confirió al Gobierno autorizaciones de dos especies distintas, a saber: en la parte final del precepto, facultades extraordinarias pro tempore —hasta el 31 de diciembre de 1963-, para organizar la Junta Monetaria, determinar los miembros que hayan de integrarla, señalar incompatibilidades para algunos de ellos y convenir con el Banco de la República las pertinentes modificaciones a los contratos celebrados con esa entidad; y en la parte acusada del ordinal b) del mismo artículo, una autorización para asignar funciones complementarias a esta Junta, autorización no sujeta a término alguno para su ejercicio y que, por lo tanto, mal puede encontrar su razón de ser en el ordinal 12 del artículo 76 de la Carta.

Entonces, aunque las funciones complementarias adscritas por el Órgano Ejecutivo a la Junta Monetaria en virtud de la autorización del referido ordinal b), puedan comportar una intervención del Estado en la industria bancaria, esa intervención -si no hubiera sido establecida anteriormente por mandato de la ley— vino a hacerse por el legislador, al crear tal Junta y al señalarle algunas de sus funciones, y por el Gobierno al atribuirle otras, como las contenidas en el artículo 6o. del Decreto 2206 de 1963, pero, en este último caso, sin violación del artículo 32 del Estatuto, por no tratarse de facultades extraordinarias pro tempore.

No empece a esta consideración la circunstancia de que en el preámbulo del Decreto 2206 se diga que éste se dicta por el Presidente de la República “en uso de las facultades extraordinarias que le confiere el artículo 5o. de la Ley 21 de 1963 y previo concepto del Consejo de Ministros”, por cuanto que, si el dicho decreto, al lado de disposiciones correspondientes a facultades extraordinarias pro tempore de las que se incluyeron en la Ley 21 de 1963 y en relación con cuyo ejercicio el artículo 4o. de la misma ley dispuso que los decretos a ellas atinentes fuesen previamente sometidos a la aprobación del Consejo de Ministros, contiene otras determinaciones sustentables en atribuciones emanadas, directamente de la Constitución o de autorización distinta contenida en la letra b) del artículo 5o. de la Ley 21, resulta que el simple silencio sobre esta circunstancia en el intitulado del decreto no le quita a sus disposiciones de esta última especie su propia naturaleza, porque en el entendimiento del derecho no se sacrifica el fondo a la forma, por lo cual la calificación, así fuese impropia, que se haya consignado en el título o preámbulo del Decreto 2206, no puede tener la virtud de variar su esencia o naturaleza.

Admitiendo —en hipótesis— que “algunas de las facultades asignadas a la Junta Monetaria dan a ésta la atribución de intervenir en la industria bancaria, en los términos del artículo 32 de la Constitución Nacional”, se trae a cuento la doctrina de la Corte, sentada en sentencia de Sala Plena, de 30 de noviembre de 1948, por la cual se declaró exequible el parágrafo del artículo 3o. de la Ley 7a. de 1943, en relación con el control de precios de los arrendamientos de habitaciones y locales urbanos (LXV, 2066/67, págs. 33 y ss.). En ese fallo, fue clara esta superioridad al considerar que, según el artículo 32 de la Carta, la intervención del Estado en la explotación de las industrias o empresas públicas y privadas, por mandato de la ley, para los fines contemplados en el mismo precepto, significa que corresponde al Congreso señalar en qué suerte de industrias o empresas conviene al Estado intervenir, en cuál de los momentos del proceso económico va a hacerlo y en qué grado debe realizarse la intervención, pero dejando al Gobierno su tarea propia de ejecutar el mandato intervencionista y, en consecuencia, con la atribución de tomar “las medidas que crea necesarias para desenvolver el pensamiento del legislador, usando para ello de su potestad reglamentaria y realizando por medio de actos jurídicos o materiales, el propósito buscado por aquel, siempre que al hacerlo no extralimite el radio señalado concretamente por la ley a la intervención”. Y más adelante, la Corte, refiriéndose a la forma literal de la disposición entonces enjuiciada, agregó: “….aunque el parágrafo del artículo 3o. se vale de la expresión autorízase igualmente al Gobierno’, lo que da a entender que acerca del control de precios de artículos de primera necesidad también ‘se autoriza’ al Ejecutivo, no debe verse en uno y otro caso sino la reiteración del poder implícito reglamentario del mandato legal intervencionista, constitucionalmente idéntico a la facultad reglamentaria y de ejecución general de las leyes; la que en ocasiones destaca o hace notoria el legislador, sin que ello agregue nada a la atribución que va envuelta siempre en toda ley, de poder reglamentarla y de realizar en su cumplimiento los actos jurídicos y materiales necesarios al logro del propósito buscado por el estatuto legal”.

Tomando como punto de apoyo esta doctrina y sobre el supuesto de haberse establecido la intervención estatal en la industria privada que desarrollan los bancos, procede el Procurador General a concretar las razones básicas de la defensa, así: es legítima la intervención estatal, en los términos y para los efectos del artículo 32 de la Carta, siempre que ella se haga “por mandato de la Ley”. Entre los Decretos Legislativos adoptados por la Ley 141 de 1961 y que hoy rigen como leyes, se encuentran el número 756 de 5 de abril de 1951, por cuyo artículo primero se ordenó que el Banco de la República realice “una política monetaria, de crédito y de cambios encaminada a estimular condiciones propicias al desarrollo "ordenado de la economía colombiana”, y en cumplimiento de tal mandato los siguientes textos del mismo decreto dan facultades a la Junta Directiva del Banco de la República para adoptar medidas sobre moneda, crédito y cambios, destinadas a realizar esa política. No parece posible entender que ésta pueda lograrse, sin adoptar medidas que en una u otra forma toquen con la industria bancaria, puesto que los bancos trabajan precisamente con moneda, crédito y cambios. El artículo 5o. de la Ley 21 de 1963, en su ordinal a), al atribuir a la Junta Monetaria las consabidas funciones que hasta entonces correspondían a la Junta Directiva del Banco de la República, no hizo sino cambiar la autoridad llamada a cumplirlas. Esas atribuciones fueron en lo esencial reproducidas por el Gobierno en el artículo 3o. del Decreto 2206 de 1963.

“Se tiene, así, satisfecho el requisito que para que sea lícita la intervención estatal exige el artículo 32 del Estatuto: que ella se haga ‘por mandato de la ley’, que para el caso está contenido en el Decreto Legislativo 756 de 1951 que hoy rige como ley permanente de conformidad con la 141 de 1961, con la sola variación de que el organismo intervencionista es ahora la Junta Monetaria y no el Banco de la República”.

Poniendo, pues, en relación los ordinales a) y b) del artículo 5o. de la Ley 21 de 1963, se sostiene que, si por el primero no se hizo sino insistir en el mandato de intervención que venía imperando a virtud del Decreto 756 de 1951, por el segundo apenas se dio al Gobierno una autorización para adscribir a la Junta Monetaria funciones complementarias de aquella, lo cual no es más que “la reiteración del poder implícito reglamentario del mandato legal intervencionista, constitucionalmente idéntico a la facultad reglamentaria y de ejecución general de las leyes.

“Se llega así al artículo 6o. del Decreto 2206 de 1963, que apenas responde al deber que tiene el Presidente de la República de ‘ejercer la potestad reglamentaria expidiendo las órdenes, decretos y resoluciones necesarias para la cumplida ejecución de las leyes’, de conformidad con el ordinal 3o., artículo 120 de la Constitución Nacional. Porque, ‘si media un mandato o precepto legal intervencionista que señale los objetivos y derroteros de la intervención por la ley ordenada, el Gobierno no sólo tiene la facultad sino el deber de procurar la cumplida ejecución del mandato legislativo y el logro de las finalidades que el Congreso se propuso; y cumple ese deber constitucional haciendo uso del poder reglamentario de las leyes, que en todas ellas va implícito’, conforme al precepto últimamente mencionado”.

Tales los motivos que el Ministerio Público propone ante la Corte en defensa de las disposiciones impugnadas. Y como corolario a la tesis de que el Decreto 2206, “en su artículo 6o. es reglamentario del mandato legislativo de intervención contenido en el Decreto 756 de 1951 y en el artículo 5o. de la Ley 21 de 1963”, plantea la duda sobre la competencia que, para pronunciarse respecto de esta norma administrativa, tenga la Corte Suprema, visto el artículo 214 de la Constitución.

- III -

LA COMPETENCIA

Al final de su concepto el señor Procurador insinúa la posibilidad de que la Corte carezca de competencia para pronunciarse sobre el artículo 66 del Decreto 2206 de 1963, en cuanto entiende que las normas a las cuales se contrae el artículo acusado son de "tipo reglamentario del mandato legislativo de intervención y no propiamente dictadas en uso de facultades extraordinarias o especiales, por lo cual es del caso definir previamente el punto.

Conforme al artículo 214 de la Carta, a la Corte Suprema de Justicia corresponde “Decidir definitivamente sobre la exequibilidad de todas las leyes y los decretos dictados por el Gobierno en ejercicio de las atribuciones de que tratan los artículo 76, ordinales 11 y 12 y 80 de la Constitución Nacional…”, texto que en lo sustancial es idéntico al anterior, originario de la reforma de 1945. Y como es bien sabido, si los decretos no son de los que cita el artículo 214, la competencia es del H. Consejo de Estado, según el artículo 216.

Ahora bien: El Decreto 2206 de 1963 es incuestionablemente de carácter extraordinario, pues en su preámbulo se lee: “El Presidente de la República de Colombia, en uso de las facultades extraordinarias que le confiere el artículo 5o. de la Ley 21 de 1963, y previo concepto del Consejo de Ministros, decreta…”. A esto se debe agregar que la ley citada empieza por referirse, en su artículo primero, al numeral 12 del artículo 76 de la Carta que, aunque no vuelva a invocarse, debe ser mirado como fuente de las principales autorizaciones que dicha ley confiere, la cual, en su artículo 4o., sin hacer excepción alguna, es imperativa al indicar que “Los decretos que se dicten en uso de las facultades extraordinarias de que trata la presente Ley, serán sometidos previamente a la aprobación del Consejo de Ministros”, requisito cumplido al expedirse el que es objeto de acusación, entendiendo así el Presidente de la República, una vez más, que ejercía facultades extraordinarias y no las derivadas de la potestad reglamentaria, que no tiene por qué ceñirse a exigencias semejantes.

Es obvio que en un decreto dictado con fundamento en facultades extraordinarias o especiales bien puede el Gobierno incluir preceptos que no hubieran requerido de las mismas, por ser de naturaleza reglamentaria o ejercicio de potestades que se derivan directamente de la Carta. Pero la atribución de competencias, entre la Corte y el Consejo de Estado, en lo que hace a la decisión sobre el tipo de decretos que se viene considerando, está fijada en la Carta por un elemento externo o formal, como no podría ser de otra manera, o sea la fuente inmediata de los poderes que invoque el Gobierno al expedirlos, invocación que en el caso de los decretos dictados con base en facultades extraordinarias o especiales debe ser expresa, y que generalmente consta en el preámbulo. El que los preceptos de la parte dispositiva se acomoden o no a las atribuciones que se hicieron valer, o en general a la normación constitucional, es precisamente la cuestión de fondo.

La Constitución no distribuye la competencia entre la Corte y el Consejo de Estado por artículos o incisos, según unos y otros se expidan con base en facultades extraordinarias o especiales, o con fundamento en otras diversas, sino que la da completa para el examen y decisión correspondiente respecto a los decretos, como un todo, según la naturaleza de las atribuciones invocadas. Puede ser un criterio mecánico, pero es el fijado en la Carta y también el único viable para alcanzar oportunas decisiones.

De otra parte, ya en sentencia de 20 de marzo de 1948, esta Corporación había dicho: “La Corte es competente para conocer de las demandas de inexequibilidad de decretos expedidos en uso de facultades extraordinarias, aunque ellos engloben cuestiones de mero reglamento. Tales decretos vinculan irrevocablemente al Ejecutivo, el cual no puede modificarlos una vez vencidas las facultades extraordinarias, ni enmendarlos, ni derogarlos. Tienen los caracteres y los efectos de una ley. Cuando el Gobierno, en desarrollo de tales facultades, expide algún decreto extraordinario, en el fondo, al proceder por autorización expresa del Congreso, ejerce consecuencialmente un acto político y no de mera administración” (Gaceta T. 64, pág. 641).

Por estas razones principales, y por las que en el decurso de esta providencia se expondrán acerca de la índole misma del artículo 6o. del decreto acusado, estima la Corte que tiene poder para decidir en el caso, con perfecta competencia.

SEGUNDA PARTE

CONSIDERACIONES PRELIMINARES DE LA CORTE

- I -

1. Desde tiempos pretéritos es indiscutible que la acuñación de la moneda metálica, forma original y universalmente admitida; la determinación de sus características, tales como el metal patrón y sus relaciones con otros; su ley, liga, tipo, denominaciones, fuerza liberatoria, constituyen prerrogativa del soberano, toda vez que la moneda interesa a la fe y al crédito público y además llegó a ser fuente de ingresos por la vía del señoreaje y las regalías o de las simples manipulaciones en el contenido metálico, abiertas o clandestinas.

Tal sucede en España, a la época de la conquista y especialmente durante la colonia, cuando su principal riqueza se finca en el oro y plata de estos territorios, derecho del soberano que con aquél énfasis y exclusividad se transfiere, como principio indiscutible de derecho público, según ocurre también en todo el mundo, a los Estados independientes de América, y específicamente a las Constituciones de la República de Colombia, desde sus momentos iniciales.

La moneda se manifiesta entonces principalmente en su forma y concepto de moneda metálica, que ha de prevalecer a lo largo del siglo XIX, no obstante que al nacimiento de nuestra República en Occidente ha aparecido ya la moneda de papel en sus tres especies: el billete representativo, plenamente respaldado en metálico y convertible por éste; el billete fiduciario, propiamente dicho, con sólo un respaldo parcial en metálico, que según la proporción del encaje permite multiplicar su valor, fuente y forma preponderante del negocio bancario, también convertible íntegramente; y el papel moneda, sin respaldo, inconvertible al menos durante un tiempo, o en forma definitiva, de curso forzoso y poder liberatorio. Esta última especie, de la cual tuvimos ensayos en plena campaña de independencia, tiene origen inmediato en el poder del Estado, es inicialmente recurso transitorio impuesto por las guerras, principalmente, y más tarde paliativo a la escasez de metales, originada en diversas causas.

El Estado reclama para sí el derecho soberano a regular también lo relacionado con la moneda de papel, como denominación genérica y, por lo mismo, es privilegio suyo el de emitir billetes representativos o fiduciarios, igual que papel moneda, propiamente, como es obvio. Hacia mediados del siglo pasado era universal el principio de que el derecho monetario comprendía la regulación de todas las formas entonces conocidas, o sea la metálica y la de emisión de billetes, en sus diversas especies.

Bajo la apariencia formal de requerimientos morales también fue tradición española, aparte otras muchas regulaciones de la vida económica, que pasó a los nuevos Estados, la de fijar el justo precio de las cosas y, especialmente, la de someter a normación, como asunto de orden público, el interés del dinero en toda suerte de operaciones, principalmente en los préstamos.

Así, al nacimiento de la República, la ley que regía el interés del dinero consta en el número 16, título 21, del libro 5o. de la “Recopilación de Castilla”, del siguiente texto: “Ordenamos y mandamos que todos los intereses causados hasta hoy que estuviesen por pagar y los que de aquí adelante corriesen por cualesquiera contratos, obligaciones o 'negocios en que conforme a derecho se puedan pedir o llevar intereses, aunque sean tocantes a mi Real Hacienda, o por Mi aprobados, no puedan pasar ni excedan de cinco por ciento al año, ni haya obligación de pagarlos más que a este respecto, sinembargo de cualesquiera pactos o contratos que haya hechos, o se hicieren, los cuales anulamos y prohibimos, como injustos y usurarios y solas penas impuestas por Derecho contra ellos, sin que se puedan sustentar ni defender con ninguna causa ni color de daño emergente, o lucro cesante, ni con otro algún pretexto, aunque sea a nombre de cambio” (Tomado de Historia de la Moneda en Colombia, de Guillermo Torres García, edición de 1945, pág. 135).

De igual manera, en el derecho público de la metrópoli, que se aplicaba entre nosotros con idéntica fuerza, había disposiciones que regulaban el negocio bancario. En efecto, “Conforme a la Ley 2, Título I del Libro 2o. de la Recopilación de Indias, a las Colonias alcanzaba cuanto sobre el particular se legislara para la Metrópoli Y Don Felipe III expidió en Valladolid su pragmática de 1602, que es la Ley 14 del Título 18, Libro 5o. de la Recopilación Castellana, que vino a ser la Ley 5 del Título 3o del Libro 9o. de la Novísima Recopilación, bajo el título de ‘orden que se ha de observar en los Bancos públicos; y cumplimiento de las leyes y penas contra los .que se alzaren o quiebren’. Disponía esta ley:

1º. Que nadie pudiera poner cambio o Banco público sin haber pedido licencia para ello ante la Justicia del Regimiento de la ciudad o villa en que se pretendiera establecer, y con el permiso del Real Consejo, el cual debería examinar todos los autos, fianzas y recaudos que hubieran pasado, prohibición que se hacía bajo penas severísimas….” (Tomado de “Esbozo Histórico de nuestra Legislación Bancaria” —por J.D. Monsalve-- Revista Academia Colombiana de Jurisprudencia, de septiembre de 1914).

Puede afirmarse, en conclusión, que con raigambre en la legislación positiva que de la etapa colonial pasó a regir también durante las primeras décadas de la República, y en esta forma y por medio de nuevos mandatos propios se constituyó en sustancia de nuestro derecho público, el Estado colombiano mantuvo, como prerrogativa suya y cuestión de soberanía, la potestad de regular la moneda, en sus manifestaciones predominantes en el siglo XIX, esto es metálica y de papel, tanto como el rendimiento en los préstamos de dinero, o sea la tasa de interés. De igual modo, ya en la Constitución de 1821 se autoriza la creación de un Banco del Estado y sobreviene luego una serie de leyes que autorizan la formación de bancos particulares, con señalamiento de las funciones permitidas y oferta de concesiones o privilegios temporales, normas todas que envuelven el concepto de que esos derechos se ofrecen y otorgan por el interés de la comunidad y están por lo mismo sujetos a las regulaciones y limitaciones del Estado.

2. El artículo 17 de la Constitución de 1863 reservó al Gobierno General de los Estados Unidos de Colombia, las siguientes funciones: “3o.) El establecimiento la organización y administración del crédito público y de las rentas nacionales. 12) La acuñación de moneda, determinando su ley, tipo, forma y denominación”

Diversas leyes federales dispusieron entonces sobre autorización para crear bancos particulares, sin perjuicio del derecho de los Estados para fomentar su establecimiento, y fue así como en muchos de ellos aparecieron varias leyes que estimularon su creación otorgando privilegios como el de emisión y otros, por la vía de concesiones temporales. Lo que importa observar es que esta materia, aún bajo el federalismo, está reservada al Estado y que, como ocurrió antes de 1863, el negocio bancario no es frente al Estado como uno cualquiera del orden industrial, comercial, agropecuario u otros, de los que se dejan a la libre iniciativa y al derecho común, sino sometido a regulaciones soberanas específicas en cuanto a la materia principal que según la economía de la época lo constituye, o sea el de emitir billetes y el de hacer préstamos con interés. Esos estímulos y privilegios se ofrecen y se otorgan por tiempo conveniente, a veces garantizando su concesión mediante contratos. Y no son raros, entonces, de otra parte, los bancos puramente estatales.

Sin embargo, en 1880 el Congreso decreta la creación del Banco Nacional como institución mixta, en principio, que al fin fue solo oficial, al cual se reserva el privilegio de emisión en todo el territorio de los Estados Unidos, cuyos billetes deben ser recibidos a la par por los demás bancos del país. A propósito hay amplios debates, que se prolongan durante la década siguiente, sobre la conveniencia y consecuencias de la medida. Por el aspecto jurídico, don Miguel Samper, el más caracterizado opositor, reconoce siempre la potestad del Estado de regular y vigilar la emisión de billetes, aunque considera necesario y prudente que se deje a la banca privada, bajo la inspección de aquel; de otra parte, estima el señor Samper que no es de competencia del Gobierno General la regulación bancaria, sino sólo de los Estados Soberanos.

Se crea pues el Banco Nacional, que resulta ser enteramente oficial; su billete llega a ser el de única circulación, se torna más tarde en inconvertible, en moneda legal y de curso forzoso, y a la postre en fuente principalísima del alud del papel moneda hasta principios del presente siglo.

La exportación de plata y oro, en barras o amonedados, fue principal renglón de nuestro comercio exterior a lo largo del siglo XIX, y por lo mismo fuente para el pago de las necesarias importaciones de productos manufacturados, crecientes bajo el librecambismo de su segunda mitad. De otra parte, esos metales sufrieron diversas alternativas en cuanto a su valor internacional, y el país tuvo entonces patrón oro, patrón plata y aún bimetalismo. La cuantiosa y casi absoluta exportación de monedas acuñadas, a falta de productos para el intercambio con el exterior, hizo urgente la emisión de billetes sin respaldo y al final el régimen del papel moneda inconvertible y de curso forzoso.

No es de extrañar entonces que las preocupaciones y regulaciones monetarias del Estado, los debates y polémicas sobre la moneda, se enmarcaran en los límites de sus manifestaciones ostensibles y urgentes: patrón monetario y ley de las monedas, de una parte; de otra, la emisión de billetes, su respaldo y convertibilidad, si el papel moneda era o no empréstito forzoso y deuda del Estado, o simplemente moneda, provista de un valor nominal por voluntad del soberano y sostenida en el crédito de la nación. La banca privada casi no existe; prácticamente consistía apenas en casas de préstamo, que realizaban operaciones reducidas, sin mayor significación como elemento coadyuvante de las funciones monetarias, en contraste con lo que, por situación económica totalmente diversa, empezaba a acontecer ya en los Estados Unidos de Norteamérica.

Vale la pena anotar aquí, porque puede ilustrar el tema, que precisamente bajo una ley federal norteamericana de 1863, los llamados bancos nacionales, autorizados por los respectivos Estados de la Unión, recibieron facultad para emitir, y se multiplicaron contribuyendo al auge de los negocios, siendo presentados en Colombia como ejemplo de lo que se podría lograr por tal camino. Pero muy pronto, en 1866, los bancos nacionales fueron gravados con un diez por ciento sobre las emisiones, como impuesto federal, lo cual tuvo por efecto disminuir el volumen de éstas e incitar a los banqueros a buscar una nueva vía, que eludiera el impuesto por no consistir en la-emisión física de billetes, pero que tuviera idéntico significado: fue el ensanche de los depósitos bancarios realizables por medio de un instrumento diferente, el cheque, que iba a suplir prácticamente al billete, y con tal éxito que a finales del siglo XIX los depósitos casi doblaban al total del dinero de Tesorería y a los billetes de banco en circulación. (Alvin H. Hansen “Teoría Monetaria y Política Fiscal” -Fondo Cultura Econ. Pág. 27).

Un destacado economista norteamericano al estudiar las consecuencias que para el público ,tuvieron las emisiones de los llamados “bancos nacionales”, que hicieron surgir regulaciones y restricciones cada vez más estrechas, señala cómo, al paso, operaciones de índole similar, esto es la expansión de los depósitos y el cheque, merecieron poca atención, siendo que sus efectos sobre la estructura y la circulación monetaria son análogos a los producidos por los billetes, los únicos que hasta entonces se someten a regulaciones oficiales. Y concluye: “La posición especial de los billetes en la legislación bancaria se debió a que el mecanismo e importancia de los depósitos, a pesar de haber sido claramente señalados por diversos pensadores y escritores se encontraban fuera de la comprensión aún del más inteligente de los legisladores” (F. W. Taussig “Principios de Economía” —Buenos Aires 1945- pág. 311 a 316).

En conclusión, hacia 1886, en Colombia la banca prácticamente no existe sino en forma rudimentaria; se desconoce, porque no existe entre nosotros, el hecho y el concepto monetario de los depósitos bancarios realizables por cheque, como factor entre los medios de pago. La función monetaria se concibe solo en su forma metálica y en la de billete, convertible o no. Es ya principio firme del derecho público que al Estado compete la regulación soberana de la moneda en sus expresiones metálica y de papel, tanto como la de los bancos, como el interés del dinero, como el crédito público.

Con este enfoque económico, y las correspondientes elaboraciones jurídicas, se llega al año de 1886.

- II -

1. En correspondencia al concepto económico visible de la época, el constituyente de 1886 consagró la soberanía monetaria del Estado, que incluye el privilegio de emisión de billetes según entendimiento universal entre nosotros, así como la capacidad de regular también por ley ordinaria el ejercicio de la actividad bancaria, mediante dos preceptos principales, a saber:

a) Entre las funciones del Congreso señaló, para ser ejercida por medio de ley común, la de “Fijar la ley, peso, tipo y denominación de la moneda...”, según texto original que se conserva bajo el número 15 del artículo 76 de la actual codificación; y

b) Señaló como funciones del Presidente de la República, según texto que en esta parte se mantuvo sin alteraciones hasta la reforma de 1968, art. 120 numeral 15 de la anterior codificación, las de “Ejercer la inspección necesaria sobre los bancos de emisión y demás establecimientos de crédito... conforme a las leyes”. Es obvio que así, además de dar una atribución al ejecutivo, el constituyente está también confiriendo una potestad indefinida al legislador para regular los bancos de emisión y los demás bancos del país.

La regla del artículo 76, numeral 15, no tuvo discusión alguna y es trasunto, con ligeras variaciones, de lo que traía la Constitución de 1863 y las anteriores. La que dio lugar a grandes debates fue la relativa a los bancos de emisión y demás establecimientos de crédito, inclusive en sesiones secretas. Conviene advertir, para no volver sobre este aspecto, que el original aprobado en 1886 decía: “Organizar el Banco Nacional y ejercer la inspección necesaria sobre los bancos de emisión y demás establecimientos de crédito, conforme a las leyes”; que la mención específica del Banco Nacional, que ya existía y era muy criticado, se consideró innecesaria en la Constitución por elementos oposicionistas, pero que el Gobierno insistió en mantenerla y que fue suprimida por inútil sólo en 1945.

Cabe recordar que el eminente sociólogo y economista de la época, don Miguel Samper, desde 1880 había atacado la creación del Banco Nacional y defendido la libertad de creación de bancos particulares con derecho a emitir billetes, aunque reconocía como necesaria la vigilancia del Estado. Esas mismas tesis fueron sostenidas por su hermano, el también muy notable hombre público y constituyente, José María Samper, en oposición al gran inspirador de la Carta, don Miguel Antonio Caro. Así, al discutirse el texto finalmente adoptado sobre inspección de los bancos de emisión y demás establecimientos de crédito, el constituyente Samper, en la sesión de 26 de mayo de 1886, aunque expresó sus temores de que pudiera extenderse a tratar de dirigir el crédito privado, admitió el derecho de la autoridad para inspeccionar los bancos “en obsequio de los intereses sociales que pueden ser afectados”.

En aquellos debates, y especialmente durante los años siguientes, frente a los ataques a las actividades del Banco Nacional, y a la política monetaria del Gobierno; en severos documentos de Estado el señor Caro fijó con su acostumbrada precisión y claridad la extensión del derecho monetario. Extractos de su pensamiento son los siguientes: “La moneda es una creación de las naciones, y el Estado tiene por derecho natural el poder de fijarla. . . La moneda metálica de una nación civilizada representa hoy solo una parte de los signos de cambio....El país necesita y seguirá necesitando la moneda fiduciaria, forma moderna y fecunda del crédito... Mientras los legisladores se inspiren en el interés público, la facultad de emitir será privilegio del Estado... Si el ius monetandi es privilegio tradicional del Estado en todas las naciones del Occidente, y si los billetes de banco son moneda de papel, aquella prerrogativa se extiende a los billetes de banco; la emisión de billetes es prerrogativa del Estado y solo podrá ejercitarse ese derecho con autorización del Estado, por un establecimiento de crédito de carácter nacional, o por un banco privilegiado mediante justas compensaciones” (“Escritos sobre Cuestiones Económicas”, Miguel Antonio Caro 2a. edición 1956— págs. 81 y 143).

Es claro entonces que tal como era conocido en la época, para el constituyente de 1886 el derecho monetario comprendía la regulación íntegra de la moneda, incluyendo la emisión de billetes, y la obvia del funcionamiento bancario por estos aspectos.

2. Hay una cuestión colateral al derecho monetario, tal como fue concebido en la Carta de 1886, de íntima vinculación con el mismo, que es la relativa a la regulación del crédito, que aquella reserva al legislador.

En efecto, es de advertir que en el numeral 15 del artículo 120 desde 1886 se habla de los bancos de emisión y los “demás establecimientos de crédito”, con referencia a los bancos particulares, que se llaman de crédito porque sus actividades se cumplen sobre el supuesto de la aceptación, de la fe, de la confianza del público. No se trata aquí, en la banca, de operaciones individúales, aisladas, eventuales, entre dos particulares, para dar o recibir depósitos, y especialmente préstamos o dinero en mutuo, celebrando contratos estrictamente privados, de los que.se regulan por el Código Civil. Por el contrario, la banca es una actividad dirigida al público, que trabaja con éste y para éste, que trata de extender más y más sus relaciones, cuyo negocio consiste esencialmente en multiplicar esas operaciones, que no son pues ocasionales sino sistemáticas, y que por lo mismo ha requerido siempre no solo estatutos especiales sino que ha desarrollado también ciertos medios propios, como el cheque, y dado vigor, en general, a la figura de los instrumentos negociables.

Conforme a la norma constitucional citada, los bancos están sometidos a la inspección del Gobierno, y por lo mismo, como de aquella se deduce, a la regulación del legislador, mediante ley común, no sólo en cuanto a que emiten billetes (bancos de emisión), sino también en cuanto constituyen establecimientos que trabajan con el crédito, que en forma alguna puede considerarse como estrictamente privado, puesto que trasciende las simples relaciones individuales, al extenderse sistemática y necesariamente al público. Y tanto que la banca privada constituye un servicio público no sólo por aspectos doctrinarios sino por claras disposiciones positivas, como adelante se recuerda.

Así, desde 1886 al menos, por disposición expresa la banca está sujeta a la regulación del Estado, por medio de leyes comunes, se repite, no ya sólo en cuanto a la emisión de billetes, por razón del privilegio, sino también en cuanto opera con el crédito del público, asunto que la Carta reserva a la normación de la ley.

Inclusive el señor Caro vincula el derecho monetario, tal como está en el numeral 15 del artículo 76, en relación con el numeral 15 del artículo 120, con esa otra facultad del legislador que ya en la codificación anterior seguía a la de fijar la moneda, que era la de “Regular el crédito público”. En efecto, contra la opinión del señor Samper y de posteriores comentaristas de la Constitución, que muy someramente tocan este punto para afirmar que se refiere exclusivamente a la normación y arreglo de las operaciones de crédito del Estado, es decir, a su deuda pública, para el señor Caro tiene un alcance más general, comprensivo de la potestad de regular el crédito público, en cuanto este es social,, se refiere a la sociedad, y no sólo al del Estado.

Efectivamente, el señor Caro expresa que “Crédito social es el poder de la confianza recíproca de los miembros de una sociedad. Crédito nacional o bien oficial, es el de un Gobierno, considerado independientemente de la sociedad. Pero el Gobierno representa a la sociedad; y por crédito público entiéndese ya el social, ya el oficial, ya la concurrencia de ambos”.

De otra parte, la Ley de 16 de julio de 1880, que creó el Banco Nacional bajo la Constitución Federal de 1863, que traía una norma similar sobre crédito público, dijo: “Siendo de la competencia del Gobierno General, según el inciso tercero del artículo 17 de la Constitución, el establecimiento, la organización y la administración del crédito público, se declara que es derecho exclusivo del Banco Nacional la emisión de billetes pagaderos al portador en cualquier forma”. Para recuperar el privilegio de emisión de billetes “en cualquier forma”, el legislador de 1880 no apela dilectamente a la potestad de regular la moneda, que tiene según el numeral 12 del artículo 17 de la Constitución, sino a este otro, sobre regulación del crédito público, compartiendo así la afirmación del señor Caro, quien expresó que “La circulación de billetes de banco es explotación gratuita del crédito público”

Esta interpretación del señor Caro, relativa a la atribución del legislador de “regular el crédito público”, en el sentido de que se refiere no sólo al crédito oficial de la Nación, sino también al social o vinculado a la comunidad, se cita por la Corte, sin participar de la misma en todo su alcance, porque ella al menos pone de presente que muy recién expedida la Carta de 1886, y aunque los fenómenos crediticios carecían de mayor significado dentro del complejo monetario, sin embargo llamaban ya la atención por sus eventuales implicaciones en ese campo y se trataba de enmarcarlos entre los que podían ser objeto de regulaciones legislativas.

Sin llegar a esa interpretación, resulta claro que conjugados los preceptos constitucionales de 1886 sobre regulación de la moneda, y de los bancos de emisión y' demás establecimientos de crédito, puede el legislador, mediante ley ordinaria, sin que ello signifique intervención del Estado, en el sentido que cobró el término a raíz de la reforma de 1936, dictar preceptos no solo sobre moneda metálica y billetes, sino también normativos del crédito, en su acepción de social, y por ende de los establecimientos que se propongan su explotación como negocio permanente, habitual y propio, o sea de los bancos, aún particulares, y también, se repite, por este extremo de la utilización y disposición del crédito.

3. Pero hay más. El mismo señor Caro no ignoró la presencia y la importancia que empezaban a cobrar otras formas de captación y manejo del crédito, en su acepción de social, al lado de las vinculadas a los billetes bancarios. Después de reseñar que hasta 1885 muchos bancos particulares tuvieron dificultades para recoger sus billetes, pues sólo podían circular los del Banco Nacional, relata que aún en cierta región, aludiendo a Antioquia, se apeló a billetes particulares, esto es a “papel moneda, idéntico en lo sustancial, paliado bajo cierta forma de cheques”, que por lo mismo fueron prohibidos. Y no deja de advertir, además, que “La letra de cambio está destinada a desempeñar funciones análogas a los demás instrumentos de crédito y en algunos casos el de la moneda representativa o fiduciaria, (obra citada, págs., 94 y 148). En otros términos, el señor Caro alcanzó a vislumbrar, con claridad, que especialmente al lado del billete bancario surgían formas nuevas que podían tener desempeño análogo, esto es, una función monetaria, entre ellas el cheque, manifestación externa o formal del depósito bancario, uno y otro posible por el crédito social, que con el tiempo la economía iba a considerar, indiscutiblemente, como hoy ocurre, entre los medios generales de pago de cada comunidad. Y don Miguel Samper, al describir el mecanismo de operación de los bancos, el excedente de numerario que proviene de los depósitos y que sirve para la emisión de billetes, anota también que muchas gentes mueven sus cuentas a través de los depósitos, y, en consecuencia “el dinero no circula, sino que se paga por medio de cheques” (Miguel Samper, “Escritos Político—económicos”, págs. 51/53 — T. 1.). Así, aunque la función monetaria de los bancos se fincaba en la emisión de billetes, el mecanismo que la hacía posible, los depósitos, se mostraba, ya también, al realizarse por medio de cheques, como un sustituto de la moneda y por ende, con un poco que avanzara la experiencia y el razonamiento que esta haría posible, como integrante del concepto económico y jurídico de la moneda.

— III —

1. Ya se ha dicho que durante la colonia hubo regulaciones sobre el crédito, limitativas del interés. Aquel era bien escaso, se originaba principalmente en las comunidades religiosas, que concentraron buena parte del numerario, y se otorgaba con preferencia bajo la forma de censos, con réditos que no pasaban del 5o/o anual, y ‘que nivelaban el usual en otras operaciones o de otras fuentes. Así lo anota Ospina Vásquez, quien concluye: “El autor ha tenido en sus manos las cuentas de cierto prendero santafereño de los años 780, que liquidaba religiosamente ese interés en sus operaciones y pasaría en nuestros tiempos por un filántropo incorregible” (Luis Ospina Vásquez. “Industria y Protección en Colombia”. Pág. 35).

La urgencia de fomentar el crédito en sus formas bancarias determina, desde la Constitución de 1821, la facultad para crear un banco nacional o central y una legislación reiterada que ofrece estímulos a los particulares y concesiones especiales, junto con la preocupación por regular oficialmente las tasas de interés. Nuestro derecho público nace pues bajo el principio de que el crédito, en su formación y en su rendimiento, es algo que interesa al Estado, en lo cual tiene él la iniciativa, que él puede regir por derecho originario. De ahí la serie de preceptos sobre bancos oficiales y especialmente sobre los particulares, pero privilegiados y regulados por la ley, aunque no hubieran tenido resultado sino después de 1870. Y el derecho del Estado en materia de bancos particulares, en cuanto a su regulación como simples establecimientos de crédito, y así aún por aspectos diversos al simplemente monetario de emisión de billetes, que incuestionablemente se mantiene a lo largo del siglo XIX, se confirma en la Constitución de 1886, como se vio en el aparte anterior.

Por Ley de 26 de mayo de 1835, se dejó sin vigencia la ley española atrás copiada sobre limitación de la tasa de interés al cinco por ciento anual (que por extensión de algunas excepciones autorizadas era ya del seis por ciento), y se decretó la libertad de estipulación como medio de estimular la oferta de crédito. El resultado a la larga es un alza creciente, hasta del diez por ciento mensual, precisamente por que sigue la escasez del crédito y por sus riesgos en un país amenazado continuamente por la guerra civil.

De ahí que no faltaran proyectos para volver a señalar límites al interés, corno el propuesto al Congreso de 1841 por el señor Mariano Calvo, Secretario de Hacienda del Presidente Herrán, quien consideró como verdadera desgracia el haber permitido la libertad de estipulación, según la Ley de 1835, e hizo énfasis en la conveniencia pública de restringir esa libertad, intento que fracasó.

Más tarde, en 1859, el señor Murillo Toro propuso en el cuerpo legislativo del Estado de Cundinamarca que se limitara el interés exigible a un cinco por ciento, en cualesquiera clase de operaciones, y defendió el proyecto en profunda carta dirigida a su oponente, el doctor Aníbal Galindo, en la cual, entre otras afirmaciones, dice: “Yo no vacilo en decir a usted que reconozco la justicia del interés, que es el pago del uso del capital; pero que debiendo conservar la ley su honestidad, si usted me permite esta expresión debe limitarse a dar sanción a aquel interés que por el estudio de los fenómenos económicos que se producen en la sociedad halle que es el que consulta la justicia, es decir, la relación equitativa entre el capital y el trabajo asociados para la producción. . . ” (Tomado de “Historia de la Moneda en Colombia” de Guillermo Torres García, pág. 152).

2. Para mejor comprender el alcance de la Carta de 1886 en materia de normación general de la banca particular, en sus operaciones de crédito e interés, y no ya por el bien sentado principio de la potestad Estatal de regular todo lo relativo a la moneda en su manifestación externa y más formal del billete bancario, conviene detenerse en las Leyes 57 de 1887 y 77 de 1890, que constituyen una muy autorizada y cercana versión legislativa del espíritu e intenciones de la Carta, hecha precisamente por quienes la expidieron, pues como se sabe el Consejo Nacional de Delegatarios asumió las funciones de legislador hasta el 20 de julio de 1888. Y si la Corte se detiene en esas leyes, o en otras que adelante cita, no lo hace, obviamente, para elevar a doctrina constitucional los preceptos que las integran, ni para juzgar respecto a su exequibilidad, sino para señalar ciertas tendencias de la legislación que marcan determinadas orientaciones del Derecho Público que, por su carácter histórico y para el análisis sistemático, sirven como elemento ilustrativo y de eventual interpretación de los principios constitucionales.

En un estudio sobre el proyecto de capítulo adicional al Código de Comercio, que se incorporó mediante la citada Ley 57 de 1887, como se verá adelante, el señor Caro dijo: “La moneda no es artefacto libre: es creación del Estado; el Estado la emite e inspecciona su circulación; el Estado establece en ella valores; fija su valor eminente y la v equivalencia recíproca de sus diversas especies. Este derecho del Estado, aunque los economistas más o menos lo repugnen, está sancionado por los siglos y por el consentimiento unánime de todos los pueblos civilizados. Si el Estado valora la moneda, por la misma razón tasa sus rendimientos. . . Ningún, jurisconsulto niega al Estado el derecho de tasar el interés legal del dinero. Los mismos legisladores que permiten la libertad omnímoda del interés convencional, tasan el legal. Nuestro Código Civil ha admitido la tasa legal, copiada de otras legislaciones. Y aquí se advierte, como ya lo he hecho notar, una contradicción; porque la tasa legal y la limitación del interés convencional nacen de un mismo principio, descansan sobre un mismo título. En ambos casos el derecho es uno mismo; con la diferencia de que hay consideraciones morales que, más que a la tasa legal, por todos admitida, favorecen la limitación del interés convencional, por muchos hoy inconsultamente abandonada... Nosotros, como representantes de una revolución moral, debemos dar un paso en esta materia. Hemos reconocido que toda libertad tiene un límite, sólo la usura ha de eximirse de la ley de la moderación ” (Miguel Antonio Caro “Obras Completas” Tomo VII, pág. 97).

Con razón el profesor Jaramillo Uribe, dice, refiriéndose al señor Caro: “Frente a la teoría del dinero como algo basado en el valor intrínseco de su contenido metálico, defendió en su tiempo la teoría que. ve en la moneda ante todo, un elemento de crédito, cuya capacidad de circulación, de servir de medio para las transacciones comerciales y equivalente de todos los valores, depende de la fuerza jurídica que le atribuye el Estado, fuerza jurídica que a su turno se basa en la que al Estado comunica el apoyo y solidaridad de todos sus miembros. Siguiendo esta línea de razonamiento, reivindicó para el Estado el privilegio de la emisión de moneda y el derecho a dirigir el crédito hacia objetivos sociales útiles: También aplicó Caro conceptos de origen escolástico a la defensa del crédito gratuito y a la lucha contra la usura bancaria” (Jaime Jaramillo Uribe. “El pensamiento Colombiano en el Siglo XIX”, pág. 346).

Mediante la Ley 57 de 1887, sobre adopción de códigos y unificación de la legislación nacional, se dio vigencia entre nosotros al Código de Comercio de Panamá, pero se le introdujo como adición un título único denominado “Disposiciones sobre bancos”, objeto de estudio del señor Caro, según se dijo atrás, que comprende los artículos 46 a 62 de dicha ley, que a continuación se relacionan y comentan con brevedad, en lo pertinente.

Los artículos 46 y 47 señalan las operaciones para las cuales quedan autorizados los bancos, como las de depósito, descuento, cuentas corrientes y emisión de billetes que no son de forzosa aceptación (facultad que según el artículo 52 queda en suspenso mientras el Banco Nacional goce de ese privilegio). Así, la ley es la fuente de las funciones permisibles, y tanto que, como más adelante se indica, siempre se requiere autorización del Gobierno para ejercerlas.

Los artículos 48, 49 y 50 imponen a los bancos la obligación de cambiar sus billetes por moneda legal y, especialmente, la de mantener encajes equivalentes a una tercera parte de los depósitos, cuentas corrientes y billetes en circulación. Además, la suma de estos tres conceptos no puede, exceder de la reserva monetaria y de la cartera realizable en noventa días. Así, el legislador de 1887, mediante la regla sobre encaje ejerce la facultad corrientemente admitida sobre control del crédito por esta vía clásica; pero, además, impone también un control cuantitativo general a la expansión del mismo, pues es imperativo al indicar que la suma de esos tres conceptos, depósitos, cuentas corrientes y billetes, pero especialmente aquellos pues la emisión de los últimos está suspendida, no puede sobrepasar a la reserva monetaria y a la cartera realizable en noventa días. Así, desde 1887, en ejercicio de facultades ordinarias, el legislador pone límite a la expansión crediticia de los bancos particulares.

Conforme al artículo 52, según atrás se dijo, la autorización de emitir queda en suspenso, mientras ese derecho exclusivo sea del Banco Nacional, y los bancos que tengan billetes en circulación deben cambiarlos, sin que puedan aumentar su circulación ni poner los emitidos a circular nuevamente. Según los artículos 53 y 54, los bancos ya establecidos pueden seguir funcionando bajo las condiciones de la ley, y para establecer nuevos bancos se requiere siempre la autorización del Gobierno, el cual asumirá la inspección necesaria, conforme a la Constitución; y si algún banco contraviene a la ley, se declararán terminadas sus operaciones y pasará a un depositario para su liquidación (arts. 60 y 61). En esta forma el legislador de 1887 reafirma la soberanía del Estado en la regulación de la banca, y las sanciones de terminación de operaciones y liquidación no se establecen por infringir sólo los preceptos sobre emisión de billetes, sino cualesquiera otros, como los relativos al control del crédito, atrás citados. Y además, como es obvio, las normas sobre interés.

Porque también el artículo 56 preceptúa que los bancos y las compañías anónimas no podrán cobrar por préstamos más del 8o/o, si es hipotecario, ni más del 10o/o en los restantes casos. Así como se pone un límite a la expansión general del crédito, medido por las reservas monetarias y la cartera a corto término, se fija también un tope al interés que los bancos pueden cobrar, anticipándose el legislador de 1887, por ley ordinaria o común, en uso de facultades inherentes a la regulación ordinaria de la moneda y del crédito, que nada tienen que ver con el intervencionismo estatal, propiamente dicho, de 1936, a señalar reglas muy próximas a las adscritas años más tarde a la actual Junta Monetaria.

Sobre el tema de los intereses bancarios' limitados volvió luego el legislador, mediante Ley 77 de 1890, y permitió a los bancos y a las compañías anónimas fijar libremente los intereses, pero sin que pudieran alterarse los que en cada caso estuvieren vigentes sino noventa días después de publicados los nuevos. Además, se redujo de una tercera parte á un veinte por ciento el monto de los encajes exigidos, sobre depósitos, cuentas corrientes y billetes en circulación, para cuya recogida se dieron plazos por leyes anteriores. Así, aunque se establece el régimen de libertad en materia de intereses bancarios, el decretarla no significa ausencia de potestad para regularla, sino ejercicio de la misma, como lo fue el establecer límites en 1 887.

Aunque el régimen de libertad en la estipulación de intereses ha sido desde entonces la regla general, con la obvia limitación que referida al interés corriente trae el artículo 2231 del Código Civil, hubo posteriores, intervenciones en la materia, como la rebaja decretada por la Ley 59 de 1905 y la dispuesta por el Decreto Ley 280 de 16 de Febrero de 1932. Resulta claro entonces que el legislador de años anteriores a 1936, al conservar la norma general de libre estipulación de intereses, no abandonó su potestad de limitarla o restringirla en algunas ocasiones, mediante ley directa y ordinaria, o a través de facultades extraordinarias. El que en 1936 haya aparecido como institución de significado nuevo la de intervención en las industrias, no sustituyó la potestad que sin requerir de ese precepto venía ejerciendo al menos desde 1886 para limitar el interés, dejarlo libre o disponer rebajas en los que ya estuvieren causados o convenidos, potestad que se deriva de los principios constitucionales sobre regulación monetaria, del crédito y de los establecimientos bancarios, tantas veces citados y de tan larga tradición en nuestro derecho público.

- IV –

1. Para el Estado Colombiano la moneda, según el concepto económico que de ella se tenía a fines del siglo XIX, y a lo largo del mismo, en sus manifestaciones visibles de moneda metálica y moneda de papel, particularmente entre ésta el billete de banco, no era una mercancía, librada en su creación y manipulaciones á la libertad de iniciativa de los particulares, sino creación, derecho y privilegio soberanos del Estado, que en él tenía su origen, como representante de la comunidad, y su fin en el servicio a los intereses de la misma integrada en la nación. Por idéntica razón todas las operaciones referentes al crédito, en su acepción de social, de vinculado a la comunidad, de posible por su concurso y sus interrelaciones, merecen también la regulación del Estado, hasta el extremo de limitar las tasas de interés. Siguiendo la firme tradición del siglo XIX, y como la banca es la fuente primordial de creación y explotación comercial del crédito, la Constitución de 1886 consagra el principio de que al Estado, mediante ley común, compete -regularlo a través de los establecimientos de crédito, que en lo que la ley disponga están así sujetos a normaciones superiores y a la inspección necesaria, a cargo del Presidente de la República. Y debe insistirse en que estas regulaciones se originan en preceptos distintos de los formalmente monetarios (capacidad de fijar la ley, tipo y denominación de la moneda), y también de los que permiten la inspección, y consecuente regulación de las industrias u oficios, por motivos de moralidad, seguridad y salubridad, como igualmente desde 1886 lo consagraba el artículo 39 de la Carta, aún modificaciones de 1936, según adelante se verá.

Así, aún antes de que cobraran importancia como fenómeno económico, sustituto monetario y medio de pago, los depósitos bancarios realizables por medio de cheques los cuales por desarrollo lógico del principio de soberanía monetaria quedarían cobijados por éste sin necesidad de otro diverso, para ser objeto propio de normaciones estatales, entre nosotros el Estado Colombiano enfocó todo el sistema bancario como un verdadero servicio público, originario del Estado pero susceptible de ser prestado por los particulares, bajo sus regulaciones soberanas, y mediante concesión.

Por el aspecto de la función monetaria, este aserto es indiscutible. En cuanto a las demás funciones bancarias, especialmente las de depósito, y las de prestar su propio capital y los depósitos recibidos, dentro de ciertos límites impuestos por la necesidad eventual del reembolso, que son la esencia y materia propia del negocio bancario, origen de la moneda de crédito, nuevo medio de pago, no cabe duda de que aún dentro de las concepciones rudimentarias del servicio público prevalecientes en el siglo pasado, tales funciones' estaban involucradas en ese concepto, pues fueron objeto de regulaciones en diversas leyes, como atrás se dijo, y éstas, además, autorizadas, sin contrapeso, en la Constitución de 1886, y desarrolladas de inmediato en la Ley 57 de 1887.

Aunque formalmente no se califique de servicio público al que presta la banca privada, las regulaciones y controles a su expansión, y las limitaciones a las tasas de interés como fuente de utilidades, son típicas normaciones de servicio público. Y aunque se habla de permisos de funcionamiento, lo que hay implícito es el otorgamiento de concesiones temporales.

El Señor Caro reputaba que todo estrechamiento bancario del billete y en papel del crédito público, en su acepción de que, solo era posible a los particulares y no concesión del Estado, sometida a lites legales, a rigurosa inspección alternativa...” De ahí que la Ley 57 de 1887 no solo fija las operaciones permitidas a los bancos, y sus limitaciones cuantitativas, sino que indica la necesidad de obtener permisos del Gobierno para iniciar sus negocios, y atribuye a este, la facultad de clausurar y poner en liquidación a los que contravengan las leyes.

La banca no se trata así, ante la Constitución y la ley, como una industria particular, que explota una mercancía corriente, la moneda, como algunos lo suponen, y que realiza operaciones que apenas son de interés privado, y no público, relativas al crédito; no es de libre iniciativa su creación ni de libre desarrollo en su funcionamiento; y aún puede terminar por decisión del Gobierno, todo ello en evidente contraste con lo que normalmente ocurre en el campo de las restantes actividades económicas. Predeterminación de las operaciones posibles; límite cuantitativo de las mismas, en algunos casos; topes eventuales a las tasas de interés; permiso previo de funcionamiento; inspección necesaria durante su existencia; terminación y liquidación oficialmente dispuesta y cumplida, son algunos de los aspectos que, introducidos desde el siglo XIX, permiten afirmar que la banca particular se entendía como un servicio público, concedido en su prestación por el Estado.

Y conviene advertir que este servicio público, estrechamente vinculado a los conceptos de soberanía monetaria y a la regulación general del crédito público o social, no pueden equipararse, de modo absoluto, a otros servicios económicos prestados por particulares, como los de transporte, por ejemplo, que si tienen hoy el carácter de servicios públicos no es porque se originen en funciones estatales, sino por la importancia que para la comunidad adquirieron con el progreso tecnológico, la expansión del intercambio y el desarrollo económico en general.

2. Se dijo atrás que tampoco cabía duda de que la banca privada presta un servicio público, originario del Estado, o al menos reservado por él, mediante simples concesiones temporales, que por definición entonces terminan al vencimiento del plazo otorgado, o antes por una especie de caducidad administrativamente dispuesta, si hay violación de las regulaciones que gobiernan la concesión, y en general las leyes que siguen y modifican su desarrollo. Y no hay duda, porque así lo estableció la Ley 45 de 1923 y así, por ese extremo, lo aceptó la Corte Suprema de Justicia en sentencia de exequibilidad, que tiene el sello de la cosa juzgada.

En efecto la Ley 45 de 1923, sobre regulación bancaria, que mira a su origen, permisos, operaciones, limitaciones, inspección y control, es en el siglo XX el estatuto que, después de ensayos menores siguientes a la legislación de fines del pasado, constituye la mejor y más firme expresión en estas materias. Para los propósitos de este fallo, a continuación se transcriben, o relacionan, y se comentan algunas de sus normas originales o sustitutivas.

El artículo 27 faculta al Superintendente Bancario para conceder o rechazar los permisos de funcionamiento, en términos francamente discrecionales. No hay pues, libre iniciativa privada.

Cuál es la naturaleza de este permiso No es, según un símil utilizado en la demanda que origina estas consideraciones, como el permiso de la autoridad para un espectáculo público, que siendo necesario no hace que el espectáculo sea una función del Estado. No, porque la ley es clarísima y reiterada en advertir que la autorización se requiere en razón de que se trata de una concesión que hace el Estado.

En efecto, el artículo 29 introduce, después de algunas reglas de transición, la norma de que las autorizaciones para funcionamiento de bancos se darán “por períodos de veinte años, y ninguna autorización podrá concederse por un período mayor. Cuandoquiera que exista la obligación del Gobierno de Colombia de dar a bancos que ahora funcionen en el país, concesiones por períodos mayores de los expresados, el Gobierno. . . hará inmediatamente negociaciones con tales bancos a fin de reducir el período de sus autorizaciones. . .

El calificar como “concesiones” a las autorizaciones requeridas por los bancos para ejercer sus negocios, bajo las regulaciones estrictas de la ley, no fue licencia verbal, uso incidental o intrascendente del legislador. Cuando habló de concesiones, quiso evidentemente referirse a la institución de derecho público ya bien conocida, que puede él regular para permitir en determinadas condiciones, la prestación por particulares de un servicio público originario del Estado, que crea vinculaciones de derecho administrativo, que salvo situaciones subjetivas no crea derechos adquiridos, y es siempre regulable en su ejercicio, en cualquier momento, por la ley, sin que ello configure intervención estatal, de la definida en el artículo 32 de la Carta, sino normación de una actividad propia, q al menos originaria del Estado, se repite, pero temporalmente cumplida por particulares.

En efecto, en el artículo 132 de la Ley 45 de 1923, al mencionar los bancos hipotecarios, el legislador se refiere a “las concesiones de que trata esta ley”. En el artículo 133 reitera que “En los contratos se estipulará el término de la concesión, que no podrá ser mayor de cien años. . .” El artículo 134 dice: “Las concesiones de que trata esta ley no se podrán otorgar… y el artículo 135 concluye: “El radio de acción de un banco o sección hipotecaria será fijado por el Superintendente Bancario al celebrar el respectivo contrato de concesión”.

El artículo 85. sustituido por el 10 de la Ley 57 de 1981, referente a las funciones permitidas a los bancos comerciales, bajo concesión temporal, como se deduce de lo atrás expuesto, se encabeza así: “Todo establecimiento bancario organizado de conformidad con esta ley, tendrá las siguientes facultades, con sujeción a las restricciones y limitaciones impuestas por las leyes. . .”, y enumera las permitidas, enunciando directamente algunas restricciones, o dejando para otros preceptos, como el artículo 86, el señalamiento de nuevas limitaciones y prohibiciones. Es decir, las funciones de la banca, en el texto y espíritu de la ley, nacen de facultades que ésta le otorga, por ministerio de la Constitución, de manera temporal y siempre sujetas a restricciones y limitaciones impuestas por la ley, incluso la futura, porque no hay aquí, se repite, derechos adquiridos, facultades, restricciones y limitaciones que han de entenderse para la prestación del servicio público concedido.

3. Demandada la Ley 45 de 1923, y salvo dos o tres cuestiones incidentales, la Corte Suprema de Justicia declaró que era exequible en sentencia de 2 de diciembre de 1925 (Gaceta XXXII, Nos. 1665 y 1666), analizando con cierta amplitud numerosos textos. Así, en relación con el artículo 29 que es la norma mediante la cual se introduce el concepto de concesión temporal para el funcionamiento de los bancos, dijo la Corte: “El artículo 29 es acusado como contrario a la libertad de industria. Habrá que repetir que el sistema adoptado en Colombia con relación al ejercicio de las industrias no es de libertad absoluta, sino el de libertad limitada por motivos de seguridad, moralidad y salubridad públicas. Consulta la conveniencia pública que las licencias para efectuar negocios bancarios no abarquen períodos demasiado largos, a fin de que la Nación no quede incapacitada para cambiar o modificar las leyes relativas a la industria bancaria, de acuerdo con las exigencias del progreso, o con las necesidades del comercio, de las industrias y de las mismas finanzas oficiales”.

La Corte entonces no derivó su exequibilidad de normas constitucionales tan pertinentes como las tantas veces citadas que encargan a la ley de regular especialmente los bancos de omisión y demás establecimientos de crédito, comprendidos entre estos últimos indiscutiblemente los de carácter comercial e hipotecario y secciones y cajas de ahorro, a los cuales se dirige la Ley 45 de 1923. Se apegó la Corte entonces al precepto más general y menos específico para el caso, que permite a la ley la inspección (y consecuente regulación, como esta misma entidad lo afirmara en otras ocasiones) de las industrias, conforme al artículo 39 de la actual codificación. Y al argumentar en el sentido de que las autorizaciones temporales para el funcionamiento de los bancos se justificaban para no impedir durante largos períodos las convenientes modificaciones en las leyes bancarias, olvidó que conforme al artículo 18 de la Ley 153 de 1887: “Las leyes que por motivos de moralidad, salubridad o utilidad pública restrinjan derechos amparados por ley anterior, tienen efecto general inmediato. . . Si la ley estableciere nuevas condiciones para el ejercicio de una industria, se concederá a los interesados el término que la ley señale, y si no lo señala el de seis meses”. No comprendió la Corte que la Ley 45 de 1923 situó la banca dentro del marco de los servicios públicos y que al autorizar a los particulares para prestarlo lo hizo bajo la figura de la concesión, que por su naturaleza es temporal y sujeta en todo tiempo a las regulaciones legales que en cada caso se requieran, aún antes de que expire la concesión, que nace y se desarrolla regida por los principios del derecho administrativo y no del derecho civil.

Entre los magistrados que salvaron el voto, algunos admitieron que la Ley 45 establecía el sistema de concesión, eso sí, pero reputaron que el sistema era contrario al principio sobre libertad de industria, porque tampoco examinaron el problema a la luz de los preceptos constitucionales sobre regulación de los establecimientos de crédito o bancarios a que se ha aludido. Por ejemplo, el Magistrado doctor Luis Felipe Rosales dijo: “Se ve claramente que el hecho de estimar el ejercicio de la industria bancaria como una concesión privilegiada del legislador, no se aviene con la libertad que la Constitución establece de modo claro y sin otras restricciones que las relativas a la seguridad, la salubridad y la moralidad públicas”. Insiste en que so pretexto de inspección no se puede, como lo determina la ley, limitar en el tiempo las actividades bancarias y eventualmente declararlas terminadas si no se requiere renovar el permiso. Afirma que el artículo 29 de la Ley 45 confunde el caso de los bancos que tienen vinculaciones con el Estado por contratos que les conceden privilegios, como el de emitir cédulas, con aquellos otros bancos que carecen de los mismos y concluye: “Por eso, en ese artículo se habla de concesiones y contratos”.

Sin embargo, es curioso advertir como en sentencia un poco anterior a la que se comenta, de fecha 25 de septiembre de 1925 (Gaceta Tomo - XXXII, Nos. 1646 y 1647, págs. 17 y 18) relativa al Capítulo V de la misma Ley 45 de 1923, sobre secciones de ahorro, la Corte Suprema de Justicia se aproximó mejor al tema al referirse a la potestad legal de regular los establecimientos de crédito, y admitió expresamente que la ley podía afectar situaciones creadas en el sistema bancario, por no existir en este terreno derechos adquiridos. En efecto, la Corte invoca al lado del artículo único del Acto Legislativo No. 1 de 1921, que había modificado el artículo 44 de la Carta de 1886, sobre inspección de las industrias y profesiones, el entonces numeral 17 del artículo 120 relativo a la “Inspección necesaria sobre los bancos de emisión y demás establecimientos de crédito”, y hace las siguientes consideraciones:

“Pero las mismas disposiciones, inspiradas en el principio de que el bien común prefiere al del individuo aisladamente considei.do, consagran la facultad de restringir el ejercicio de las industrias y profesiones en cuanto de él puede originarse algún perjuicio para la sociedad en orden a la moralidad, la seguridad o la salubridad públicas. Y se dice que las disposiciones de que se habla consagran la facultad de restringir el ejercicio de las industrias, aunque sólo hablan de inspección sobre ellas, por cuanto esta última no podría tener en muchas ocasiones la eficacia práctica que el constituyente ha querido darle, si no llevara anexa la potestad de reglamentar, o sea de restringir en determinados casos .el ejercicio de la industria. A más de esto, los debates que en el Consejo Nacional de Delegatarios tuvieron lugar al discutirse el artículo 44 de la Constitución, ponen de manifiesto que los miembros de aquella corporación entendieron que la facultad de inspeccionar las industrias establecidas en dicho texto envuelve la potestad de restringir el ejercicio de ellas, ya que en sus oraciones empleaban indistintamente los vocablos inspección y restricción. Si estas restricciones han sido halladas convenientes por el constituyente respecto de las industrias en general, en lo tocante a la industria bancaria se hace más imperativa la intervención y vigilancia de las autoridades, por ser los bancos instituciones de crédito a cuyo funcionamiento está íntimamente ligada la vida económica de un país. Establecida como está en la Constitución, según se deja visto la facultad de reglamentar el ejercicio de las industrias en lo tocante a la moralidad, la seguridad y la salubridad públicas, no pueden los bancos alegar derechos adquiridos, respecto de cualquier disposición legal que tienda a regular d restringir el ejercicio de la industria bancaria por motivos de seguridad pública, como son las disposiciones contenidas en el capítulo V de la Ley 45 de 1923, pues si un derecho nace a la vida civil con el carácter de restringible, no puede considerarse violado por el hecho de sometérsele a la restricción prevista. Las consideraciones hechas son suficientes para demostrar que bien puede el legislador, en guarda de la seguridad pública, disponer que una ley como la de que se trata se aplique a establecimientos fundados con anterioridad, como en realidad ha sucedido respecto de todos los bancos que antes de la expedición de la indicada ley venían funcionando en el país, los cuales han quedado cobijados por las disposiciones de la referida ley, sin que en ello pueda verse la violación de un derecho adquirido”.

En todo caso, lo cierto es que la Corte Suprema de Justicia, en sentencias que tienen el sello de la cosa juzgada, cualquiera que haya sido su motivación, declaró exequibles las normas vigentes mediante las cuales la ley virtualmente enmarcó la banca dentro del concepto general de servicio público, autorizando a los particulares para prestarlo ,bajo la forma jurídica de concesión del Estado, de carácter temporal y por lo mismo limitado en su duración, que no crea derechos adquiridos de carácter civil, que es revocable en los casos fijados, que puede eventualmente no renovarse y que como concesión está siempre sujeta a las variaciones que reglamentos legales posteriores consideren del caso introducir. Y cabe llamar la atención, finalmente, sobre el hecho de que así, antes del mandato formalmente intervencionista de 1936, podía el legislador dictar los preceptos normativos de la actividad bancaria, fijando la extensión y límite de sus operaciones- mediante ley común en ejercicio de facultades propias, de las cuales obviamente podía investir al Presidente de la República.

4. A lo largo del siglo XIX el Estado Colombiano se reserva la determinación de la moneda y la regulación del crédito, inclusive el interés convencional, tanto como el funcionamiento y operaciones de la banca. El constituyente de 1886 consagra expresamente el principio de la soberanía monetaria, extendido a todos los elementos que entonces integran el concepto económico de moneda, dándole la formulación jurídica adecuada a esa época, lo que no excluye la comprensión de fenómenos nuevos, conexos por sus funciones, en los años por venir. Aún más y expresamente, somete también a la incondicionada normación de la ley, el funcionamiento de los bancos de emisión y demás establecimientos de crédito. A ello se sigue el tratamiento legislativo dado en la Ley 57 de 1887, que aúna y desarrolla con autoridad los preceptos constitucionales, según las características atrás anotadas, especialmente necesidad de permiso, determinación de actividades admisibles, límites automáticos a la expansión de las operaciones de crédito, tope a los intereses imponibles, sujeción a las reglamentaciones de la ley y a la inspección del Gobierno, cancelación de las autorizaciones por infracciones y consecuente liquidación oficial de las mismas. Este proceso remata con la Ley 45 de 1923, en que las regulaciones se reiteran, extienden y desarrollan según la técnica y experiencias de esos años y, especialmente, la actividad bancaria es asimilada, al menos por ineludible inferencia, a un servicio público originario del Estado, pues en el texto de la ley, en el derecho positivo y con la sanción de exequibilidad declarada por la Corte Suprema de Justicia, recibe en todo caso el tratamiento jurídico de concesión temporal del Estado.

-V-

1. Es incuestionable, como principio de derecho público, que todo lo referente al régimen monetario es atributo del poder y elemento de la soberanía del Estado, como la Corte lo expresara, por ejemplo, en sentencia de 25 de febrero de 1937 (Gaceta T. 44, págs. 614 .y sts.). Por lo mismo puede predicarse de la moneda que es un servicio público, de los típicamente originarios del Estado, y así lo califica el Código Fiscal Colombiano en su título II.

Y también todo el sistema bancario, inclusive los establecimientos de índole particular, aún en el supuesto de que carezcan de funciones monetarias, propiamente dichas, según la concepción corriente en el siglo XIX, esto es, de acuñación de moneda metálica o de emisión de billetes, constituye un servicio público, en cuanto explota fundamentalmente el crédito de la comunidad, cuya regulación en ese concepto de servicio público encuentra su fuente en preceptos como el numeral 10 del artículo 76 y el 15 del artículo 120, según la codificación anterior a la reforma de 1968, relativos al servicio público y a los establecimientos de crédito como objetos propios de normación por el legislador; tal es positivamente el enfoque dado en las Leyes 57 de 1887 y últimamente en la Ley 45 de .1923, que desarrollan dichos preceptos, conforme a lo expuesto en apartes anteriores.

Por simple cuestión de orden conviene ahora recordar una noción de lo que es el servicio público. Así, el profesor Sarria considera que “servicio público es toda actividad encaminada a satisfacer una necesidad de carácter general, en forma continua y obligatoria, según las ordenaciones del derecho público, bien sea que su prestación esté a cargo del Estado directamente o de concesionarios o administradores delegados, o a cargo de simples personas privadas”.

Pues bien: al comentar el aparte del Acto Legislativo de 1918 que introdujo el precepto de que “La ley podrá ordenar la revisión y fiscalización de las tarifas y reglamentos de las empresas públicas de transportes o conducciones”, que en 1936 se adicionaría con la frase más general, “y demás servicios públicos”, tal como está incorporado al actual artículo 39 de la codificación, la Corte Suprema de Justicia dijo: “La Corte ha establecido en otra ocasión la doctrina de que cuando las personas naturales o jurídicas emprenden negocios o industrias abiertos al servicio público y en que éste tenga interés, quedan sometidos respecto de esos negocios o esas industrias a la supervigilancia del Estado y pueden ser reglamentados en su ejercicio. Quien dedica su propiedad a un negocio para servicio del público, crea voluntariamente un interés para éste y se somete por lo mismo a la fiscalización para el bien común” (Sentencia de 24 de abril de 1922, Gaceta T. 29, pág. 125 s.s).

En sentencia posterior a la reforma de 1936, que introdujo la adición citada, la Corte estudia las características de los servicios públicos, y estima que su prestación por los particulares puede estar sujeta al sistema de concesiones, aún consagrada en contratos, y agrega: “Pero en el sistema colombiano también puede haber servicios públicos explotados por particulares, sin necesidad de concesión. . . Por tanto la vigilancia y el control del Estado, de que habla el último aparte del artículo 39, recae aún sobre actividades de los particulares, que se ejerciten efectivamente en el campo propio de un servicio público” (Sentencia de febrero 24 de 1944, Gaceta T. 57 págs. 11 y s.s).

Prescindiendo de cualquier noción de intervencionismo en las empresas e industrias, en general, conforme al artículo 32, si una actividad cumplida por particulares puede enmarcarse en el concepto de servicio público, es evidente que se encuentra sujeta no solo a inspección sino a la regulación o .reglamentación de que habla la Corte, para que tal inspección tenga algún sentido. Es el caso de la llamada industria bancaria, que al menos desde 1923, para no volver más atrás, según la Ley 45 de dicho año, es virtualmente tratada como servicio público pues no sólo se la somete a concesiones temporales, sino que se reglamenta en todos sus aspectos mediante normas que son esencialmente de orden y de derecho público.

2. Es innecesario avanzar en un análisis de las características de hecho y de naturaleza jurídica que configuran la banca como un servicio público, porque basta, para los propósitos de este fallo, en adición a lo dispuesto por la Ley 45 de 1923, recordar que se encuentra vigente el Decreto 1593 de junio de 1959, que en lo pertinente, dice:

“DECRETO No. 1593 DE 1959

(Junio 6)

Por el cual se declara de servicio público la industria bancaria.

EL PRESIDENTE DE LA REPUBLICA DE COLOMBIA

en uso de sus facultades legales, y

CONSIDERANDO:

……………………………………………………………………………………………….

Que el artículo 1º del Decreto Legislativo No. 753 de 1956, sustitutivo del artículo 430 del Código Sustantivo del Trabajo, considera “como servicio público toda actividad organizada que tiende a satisfacer necesidades de interés general en forma regular y continua, de acuerdo con un régimen jurídico especial, bien que se realice por el Estado, directa o indirectamente, o por personas privadas”;

Que el mismo artículo, en su ordinal i), faculta al Gobierno para declarar de servicio público, previo concepto del Consejo de Estado, cualquier 'actividad que, a su juicio, interese “a la seguridad, sanidad, enseñanza y a la vida económica o social del pueblo”;

Que dichas disposiciones están vigentes como norma legal, en virtud de lo dispuesto por la Ley 2a. de 1958;

Que en virtud de consulta hecha por el Gobierno, de conformidad con lo dispuesto en el ordinal antes citado, el Consejo de Estado ha expresado su opinión favorable a la declaratoria de las actividades bancarias como de servicio público, en conceptos de fechas 6 y 11 de mayo del presente año;

………………………………………………………………………………………………

DECRETA:

Artículo 1º. Decláranse de servicio público las actividades de la industria bancaria, ya sean realizadas por el Estado, directa o indirectamente, o por los particulares.

Artículo 2o. El Ministerio del Trabajo promoverá la constitución del Tribunal Especial de Arbitramento para la solución de los conflictos colectivos de trabajo surgidos en la industria bancaria, en el caso de que no se llegue a un acuerdo entre las partes.

Artículo 3o. Este decreto rige desde la fecha de su expedición”.

El decreto aludido se dictó después de que el H. Consejo de Estado emitiera dos importantes conceptos, en 6 y 11 de mayo de 1959 (Anales Tomo LXII, números 387 a 391, págs. 918 y ss.), en los cuales, especialmente en el último, después de citar algunos tratadistas, el Consejo dictamina lo siguiente: “3o. Las actividades propias de la industria bancaria, no son absolutamente libres en Colombia. Están, en primer término, condicionadas a una organización estrictamente reglamentada, por fuera de la cual su funcionamiento no está permitido. En atención a la naturaleza de ellas y a los intereses colectivos que afectan con su actividad, el legislador ha comenzado por intervenir tal organización, dándole formas, señalando requisitos y estableciendo condiciones especiales, que miran fundamentalmente, no tanto a la protección del lucro privado que pudo ser el motor de su origen en la vida económica, sino de los intereses colectivos que ha terminado por comprometer a través de su funcionamiento. Es aplicable a este criterio el de los tribunales de los Estados Unidos sobre la noción del servicio público prestado por los particulares, citado también por el tratadista Fraga, conforme al cual, “cuando alguno dedica su propiedad a un uso en el cual el público tiene un interés, concede, en efecto, al público, un interés en ese uso, y debe someterse a ser controlado por el público para el bien común en la extensión del interés que ha creado de esa manera”. El Consejo agregaría que ese control por el público no puede ser entre nosotros distinto al que constitucional y legalmente deban cumplir en cada caso el Congreso o el Gobierno, según la oportunidad debida.

“Acerca de la incidencia que las actividades bancarias tienen en la vida económica del país y algunas de las, cuales están concretamente señaladas y permitidas por el artículo 85 de la Ley 45 de 1923, no puede remitirse a duda, ni su importancia, ni la necesidad de su regularidad ni su extensión. En efecto, hoy día servicios como los de préstamos, depósitos en cuenta corriente, descuentos de letras, operaciones de cambio, servicios de ahorros, etc., han adquirido tal dimensión e importancia en la economía nacional, que puede afirmarse que interesa a vastos lectores de la comunidad y contribuyen a movilizar fuentes importantes de la economía nacional como la industria, el comercio, el trabajo asalariado, etc. Además, es conocido el hecho de que muchas entidades oficiales y semioficiales utilizan algunos de esos servicios en aspectos de grande importancia para su funcionamiento, tales como el servicio de deudas, el cumplimiento dé contratos, el pago de trabajadores, y otros de no menor trascendencia.

“Así las cosas, resulta que ya no depende de la voluntad o necesidad particular de las Juntas Directivas de los Bancos privados el mantener a su arbitrio tales actividades, variarlas, o lo que es más, suspenderlas, sin que en ello tenga que ver en grado sumo el Gobierno que constitucionalmente está instituido, entre otras cosas, para garantizar permanentemente el buen funcionamiento de los servicios públicos en beneficio de la colectividad. Y lo que se dice de los Directores o propietarios, puede predicarse también de los trabajadores de tales entidades, pues es obvio que para los efectos de trastornar la eficacia del servicio, tanto da que el hecho provenga de aquéllos o de éstos”.

Cabe concluir entonces, de una parte, que la banca al menos desde la Ley 45 de 1923, está sometida a un régimen de concesiones, que por lo mismo envuelve la definición de la misma como un servicio público, calidad confirmada a partir de 1959, según el Decreto 1593 de tal año, en vigencia. Y de otra, debe reiterarse el concepto de que todo lo relativo a la fiscalización de tarifas o revisión de reglamentos y consecuente capacidad de regulación que el artículo 39 de la Carta hace de competencia del legislador respecto a los servicios públicos, la banca entre ellos, no requiere ley calificada por el quórum decisorio, por el aspecto de mayoría especial ni por ningún otro, ni la Carta tiene prohibido que estas facultades se ejerzan por el Gobierno, mediante autorizaciones especiales o extraordinarias como las contempladas en los numerales 11 y 12 del artículo 76.

- VI –

1. Por diversidad de factores históricos, en España, primera potencia europea en lograr su unificación nacional y con ello el fortalecimiento del poder central, ciertas instituciones económicas medioevales se prolongan por siglos, resistiendo a cambios ya bien generalizados en el continente, que tuvieron su expresión en los principios calvinistas y el liberalismo económico. El Estado Español, en efecto, no fue testigo neutral frente a las actividades económicas de sus súbditos, sino que trató de regularlas por los medios a su alcance. Tal ingerencia fue mayor y más pronunciada respecto a sus vastos territorios coloniales de América, por la urgencia de defenderlos, de conservar la exclusividad dé su explotación y comercio frente a las potencias rivales.

Todo el llamado paternalismo del Estado Español pasa a nosotros, con más fuerza, más reglamentaciones, más minuciosas exigencias. La calificación de los emigrantes; la localización de los poblados; la distribución de mano de obra, para minas, batanes y labores agrícolas; la organización de obrajes y talleres artesanales y obras públicas; la determinación de salarios, jomadas de trabajo, descansos, atención por accidentes; la obligación impuesta a ciertas comarcas de abastecer de ganados y productos agrícolas a las poblaciones vecinas; la fijación de precios de productos importados y nacionales, hecha por los cabildos, así como la de trabajos de maestros y oficiales y el régimen de sus corporaciones; las prohibiciones para sembrar determinadas especies; la obligación de cultivar las tierras para conservar su propiedad; la vigilancia de pesas y medidas; la normación absoluta en materia de moneda, préstamos y tasas de interés; la imposición de tarifas para la rudimentaria navegación del Magdalena; el control de multitud de productos, como fuente fiscal, por la vía de los estancos; la propiedad reservada a la Corona de minas, tierras y aguas; el sistema de privilegios estatales para ciertas actividades de beneficio común que así se querían impulsar; y el monopolio absoluto del comercio exterior, con sus naturales instrumentos de control, todos esos y muchos más fueron medios de la activa participación, dirección e ingerencia del Estado en la economía de sus colonias.

Al sobrevenir la independencia, y no obstante las declaraciones constitucionales que en apariencia transplantan los principios del liberalismo, la vida económica transcurre bajo los mismos signos. Solo a mediados del siglo XIX se suceden diversas reformas, empezando por la libertad de los esclavos, la del cultivo del tabaco, la eliminación de ciertas instituciones fiscales extremas, el librecambismo como principio del comercio exterior, la libre estipulación de intereses, la posibilidad de redimir los censos en el Tesoro, la ruptura de la congelación de las grandes concentraciones territoriales de manos muertas, etc.

A la vuelta de pocas décadas hay que rectificar muchas de esas medidas. Según lo tienen establecido estudiosos de esa época; como Luis Ospina Vásquez, Luis Eduardo Nieto Arteta, Indalecio Liévano, bajo Núñez se inicia un cambio fundamental en materia de orientación económica, como es el proteccionismo en el comercio exterior, que implica no solo restricciones aduaneras para la importación, sino también estímulo directo a la producción nacional mediante privilegios, contratos de suministros, facilidades de instalación, exención de impuestos. El Estado debe acometer la construcción de caminos, carreteras, ferrocarriles telégrafos y hasta hoteles, cuando en otros países esa tarea se cumplía por la iniciativa privada. Y como vimos atrás, el Estado se reserva la dirección de la moneda, regula el sistema bancario y los tipos de interés, crea organismos propios o mixtos de créditos, fija inversiones obligatorias de bancos y compañías de seguros, y cada año multiplica su actividad económica y crece, con influencia determinante en la esfera privada, el papel de sus presupuestos.

Además, hay en la Carta de 1886 preceptos claros que reservan al Estado la dirección, control o regulación de determinadas actividades o la imposición de ciertas cargas. En todo caso, el interés particular debe ceder al público; se permiten los monopolios para fines fiscales; las autoridades pueden inspeccionar, y por lo mismo regular, las profesiones, industrias, u oficios por el interés público, tanto como las tarifas y reglamentos de las empresas de transporte, y desde 1936, los demás servicios públicos; asimismo hasta ese año, y con más fuerza después, el Estado puede reglamentar la instrucción pública, que no se entendía solo la oficial sino también la privada abierta al público, y fomentar, por medio de leyes, las empresas útiles o benéficas dignas de estímulo y apoyo; a través de las asambleas podía dirigir y fomentar las industrias establecidas y la introducción de otras nuevas, tanto como la importación de capitales; y ha sido tradición de los municipios acometer directamente la prestación de servicios públicos de tipo económico, como plazas de mercado, energía, acueducto, teléfonos, líneas de tranvías, plantas de leché, hasta bancos prendarios, tejares y construcción de viviendas.

Y todo esto enmarcado en la Carta de 1886, antes de h reforma de 1936, que establece el intervencionismo institucional en la economía. El proceso descrito muestra, ciertamente, un intervencionismo del Estado que resultaba de los hechos, de las situaciones, de la urgencia de buscar soluciones, y especialmente de la potestad con que las tradiciones españolas y republicanas, presentes a todo lo largo del siglo XIX, con ligero interregno a mediados del mismo, invistieron siempre al poder público para que tuviera ingerencia en la vida económica, en procura del bien común. Es un intervencionismo creciente, que pudo desarrollarse como aplicación de preceptos constitucionales, o más genéricamente de derecho público, expresos o implícitos, y que es más genuinamente tradicional entre nosotros que el liberalismo económico.

No es admisible, en consecuencia, la tesis de que la intervención del Estado, entre 1886 y 1936, estuvo limitada a la inspección, casi solo policiva, sobre las profesiones, industrias y oficios; los bancos privados, las tarifas y reglamentos de las empresas de transporte o la restricción del consumo de licores. Estos eran algunos de los escasos mandatos explícitos de la Carta, a cuyo lado se cumplió todo aquel amplio proceso de intervención constante, atrás resumido.

Desde 1886, al menos, hasta 1936, no tuvimos jurídicamente, ni sobre todo en los hechos, Estado Gendarme, como según generalización inconsulta, se ha venido pregonando. Siguiendo a Múnera Arango, “El intervencionismo ha entrado dentro del concepto del Estado desde hace mucho tiempo. El Estado nació para intervenir en la vida de los súbditos y para defender los intereses públicos. La vida económica, o sea la actividad de producción, circulación, consumo y distribución de la riqueza no puede escapar a esa intervención. Además estas actividades han presentado siempre una zona vasta de interés público y social que nunca ha podido permanecer cerrada a la acción del Estado. Hablar, pues, de intervencionismo de Estado parece redundante. Intervencionista fue el Estado Gendarme, aunque nos lo presenten como especimen del Estado neutral en materia económica. Cuál es el criterio distintivo entre ese Estado gendarme y el de nuestros días Esa diferencia, respondemos, no puede ser de índole cualitativa sino cuantitativa” (Darío Múnera Arango, “El Derecho Económico”, 1963, pág. 58).

El intervencionismo dispuesto en 1936, tiene un carácter general y permisivo expreso; es ya de tipo genérico, tanto por el sujeto pasivo, esto es, todas las empresas, públicas o privadas, como por el objeto, que es el de racionalizar todos y cada uno de los procesos de la actividad económica y de dar justa protección al trabajo. Y a pesar de las resistencias iniciales de la institución, esta tuvo un rápido proceso de aceptación general y política en todos los medios y de inmediato desarrollo en diversos estatutos legales, porque como fórmula jurídica, aunque aparentemente tomada de constituciones foráneas, entre ellas directamente la española, no era Sino trasunto de la más genuina tradición de nuestro derecho público, también heredada de la legislación peninsular que rigió desde sus orígenes a nuestra nacionalidad, y que correspondía, coincidencialmente, a las necesidades universales, y desde luego propias, de corregir ciertos extremos del liberalismo económico.

2. Ahora bien: el intervencionismo genérico o institucional que consagra el artículo 32 de la Carta, tal como fue concebido en 1936, con las modificaciones de 1945 (y aún con las de 1968), no excluye ni hace redundantes o inútiles las demás atribuciones constitucionales que autorizaban de tiempo atrás un intervencionismo específico. Ya se indicó que el intervencionismo del artículo 32 es genérico por el sujeto pasivo del mismo, virtualmente toda la economía y por sus fines, universales dentro del proceso de producción, distribución y consumo. Y además, es diferente por el medio o instrumento especial, restringido, que hasta 1968 era permitido utilizar: el directo y expreso mandato de la ley, sin que pudiera el legislador investir de su propia competencia al Presidente, a través de las facultades del numeral 12 del artículo 76, para que determinara, en su lugar, las empresas o industrias sometidas a la intervención, o el radio y alcances de la misma.

En cambio, puede el legislador regular y ordenar por sí mismo la revisión de los reglamentos de cualesquiera empresas de servicios públicos, mediante ley ordinaria, en forma directa o por medio de facultades extraordinarias al Presidente, de acuerdo al artículo 39, inciso final. Conforme al segundo inciso, puede igualmente, por cualquiera de las dos vías indicadas, determinar lo conveniente para la inspección de las profesiones y de los oficios, término este en el cual quedan incluidas las industrias* pues lo referente a la moralidad, la salubridad y la seguridad públicas, es cuestión a la que no puede escapar actividad alguna, por razones obvias, y sería ciertamente interpretación extravagante de la Carta la que pretendiere exigir un estatuto intervencionista, enmarcado en el artículo 32, para proteger la moral y las buenas costumbres, o precaver la amenaza a la salubridad pública, o para garantizar la seguridad general, desde que se tratara de manufacturas, comercio etc., es decir, de actividades diferentes a las profesionales o artesanales, si el término oficio se reduce a éstas.

Pero, en todo caso, conforme al numeral 17 del artículo 76, sobre régimen monetario y al 15 del artículo 120, relativo a la regulación de los establecimientos de crédito (se cita la codificación vigente hasta 1968), puede también el legislador, por medio de leyes ordinarias y directas, o por la vía de las facultades extraordinarias al Presidente de la República, dar las normas adecuadas sobre las materias correspondientes, porque esa competencia suya sigue intacta, sin la limitación de procedimiento que traía el inciso segundo del anterior texto del artículo 32. Y especialmente, además porque si se trata de regulación bancaria, el legislador está también frente a un servicio público cuyas tarifas puede fiscalizar y cuyos reglamentos puede disponer que se revisen y acomoden a los preceptos que considere del caso, dentro de los límites específicos y para los propósitos del artículo 39.

No hay por qué presumir redundancia en el constituyente o inclusión de normas inútiles. Si el de 1936 introdujo el intervencionismo formal del artículo 32, también adicionó el texto del artículo 39 para permitir la fiscalización y revisión de reglamentos de “los demás servicios públicos”. Lo que debe pensarse es que los servicios públicos tienen un régimen, para los fines específicamente previstos, de mayor agilidad y flexibilidad en cuanto a la ley que puede regularlos: ley ordinaria, pero directa y conformada en todos sus lineamientos, o ley de facultades extraordinarias, con simples pautas. En cambio, antes de 1968, si lo que se quiere es racionalizar alguno de los procesos productivos o dar protección a los trabajadores, el instrumento adecuado era el artículo 32, que en su versión de 1936 requería votación calificada de la mayoría absoluta de las Cámaras, y en 1945 se sustituye por la limitación de procedimiento o medio, ya indicado, y pretexto de la demanda que se estudia.

- VII-

En materia de moneda, de crédito, de regulación bancaria, aparte las disposiciones reseñadas, como las Leyes 57 de 1887 y 45 de 1923, y antes del intervencionismo de 1936, por ejemplo bajo la administración Olaya Herrera, ya por decretos simplemente ejecutivos, o en desarrollo de facultades extraordinarias, o por leyes como la 82 de 1931, se suspende el comercio de oro, se centraliza la compra y venta de divisas y oro, se establece el control de cambios, se obliga a los bancos a concentrar sus reservas en el Banco de la República y se interviene en los plazos e intereses de obligaciones particulares, todo ello en el entendimiento de que se desarrollan atribuciones constitucionales que así lo autorizaban en el campo especial de esas materias, en vigor entonces como hoy.

Consagrada la intervención estatal genérica en 1936, hay frecuentes normas sobre moneda, crédito y bancos a través de leyes y aún decretos extraordinarios, en especial durante la guerra mundial, sin que existan rastros de que se hayan dictado pretextando aquella intervención, sino como desarrollo de las atribuciones ordinarias del Estado en dichas materias. Un importante proyecto de ley sobre bancos, antecedente directo del Decreto 756 de 1951, fue presentado al Congreso el 21 de julio de 1947 por el Ministro de Hacienda, sin que en parte alguna de su interesante exposición de motivos se invoque el artículo 32 de la Carta para darle justificación constitucional. Lo que con insistencia se aduce es la necesidad de regular y controlar el crédito y la expansión de los depósitos bancarios, como cuestión de tan clara competencia del legislador que no admite discusión alguna.

En efecto, al comentar el artículo 2o. del proyecto, a virtud del cual podía la Junta del Banco de la República disponer de tiempo en tiempo la fijación de distintos cupos bancarios, teniendo en cuenta “la política de crédito que considere más aconsejable de acuerdo con la situación económica del momento”, la exposición de motivos justificaba esta facultad, necesariamente discrecional, no delegada al Presidente de la República, sino directamente a la Junta del Emisor, así: “La actual situación económica en lo mundial, y por ende en lo nacional, está sujeta a rápidas e imprevisibles mutaciones, que hacen inaconsejable preestablecer en normas legales rígidas asuntos como el que vengo tratando, que pueden requerir inmediatas modificaciones para conjurar situaciones de inflación o depresión, o al menos atenuar sus efectos, igualmente perniciosos para el sano desenvolvimiento del país. Por eso parece de innegable conveniencia que las entidades directoras del crédito y de la moneda tengan en sus manos elementos necesarios para adoptar medidas eficaces de rápida y efectiva aplicación”.

Respecto al artículo 5o. del proyecto, a virtud del cual se autorizaba a la Junta para fijar encajes diferenciales, según las tasas de interés, o las modalidades de los depósitos o exigibilidades, la exposición de motivos agregaba: “Ha ido robusteciéndose la tendencia a hacer representar al encaje legal una función más importante aún que la descrita, cual es la de utilizarlo como medio rápido y eficaz de regulación de la política de crédito. Tal ha sido el origen de la teoría de los encajes flexibles... para impedir la expansión o contracción perjudicial del crédito”. Más adelante cita la legislación extranjera, y concluye: “Todos los estatutos citados están inspirados en el mismo principio de crear un instrumento adecuado para contrarrestar en situaciones de emergencia, las graves consecuencias económicas de una inmoderada expansión de los depósitos bancarios o de una perjudicial contracción de los mismos, reduciendo o ampliando las facilidades de otorgar el crédito de los institutos bancarios”.

Lo transcrito basta para deducir que se pedía la expedición de la ley de facultades para las “entidades directoras1 del crédito y de la moneda”, a fin de que puedan tener instrumento eficaz de “regulación de la política de crédito”, por virtud de atribuciones del legislador que éste podía ejercer mediante ley ordinaria, sin que estas reglamentaciones se relacionen con el artículo 32. Y, además, es clara la exposición de motivos al advertir sobre los peligros del libre juego de los depósitos bancarios, cuyo control propugna; por lo mismo, no se entendía que la moneda, y especialmente el crédito fuera apenas la materia prima, por así decirlo, de una industria privada, sino instrumento decisivo de desarrollo social, cuya dirección debe tener la autoridad para su manejo oportuno y flexible.

2. Porque tampoco, al parecer, entendieron el legislador y el Gobierno, que la dirección monetaria, del cambio exterior y del crédito bancario fueran normas de intervención, mediante la Ley 90 de 1948, se dieron al Presidente de la República facultades extraordinarias, conforme al numeral 12 del artículo 76, para dictar disposiciones con fuerza de ley en esas materias, como fue el Decreto número 211 de 1949, cuyo artículo 3o., por ejemplo, autorizó a la Junta Directiva del Banco de la República para fijar el encaje de todos los bancos existentes en el país, y no sólo de los afiliados, “a fin de hacer efectiva la política de crédito que se estimare más oportuna"; señaló encajes diferenciales, tanto entre las instituciones afiliadas y no afiliadas, como por las tasas de interés que fueran cobradas por unas u otras, y reiteró la concentración de los encajes en el Banco de la República, en calidad de depósitos sin interés.

Se dicta después el Decreto Legislativo 756 de 1951, en uso del artículo 121, mediante el cual se encarga a la Junta del Banco Emisor de realizar “una política monetaria, de crédito y de cambios encaminada a estimular condiciones propicias al desarrollo ordenado de la economía”, que en lo sustancial se conserva hasta hoy, adoptado como ley de carácter permanente, y una de las bases fundamentales en la gama de atribuciones de la actual Junta Monetaria.

Conviene ahora recordar que en 1960 el Gobierno presentó al Congreso un proyecto de ley “sobre establecimientos de crédito”, elaborado por el entonces Superintendente Bancario, doctor Carlos Casas Morales, y una comisión integrada, por los doctores Roberto García Paredes, Alvaro Leal Morales, don Jaime Londoño González, y el Doctor Carlos Gómez G., cuyo artículo primero decía: “Establecimientos de crédito son los bancos de emisión y las instituciones privadas o públicas, autorizadas por la ley para recibir fondos en depósito o a otro título, y emplearlos, junto con sus propios recursos, en préstamos, descuentos...”.

Al respecto, los autores del proyecto dijeron: “. . . En el sistema propuesto, los establecimientos de crédito constituyen el género en que se agrupan los diferentes bancos, las corporaciones financieras, los establecimientos de' ahorro y los de capitalización... Los establecimientos de crédito desarrollan determinadas funciones públicas o de interés colectivo, como la monetaria. Importa, por lo tanto, en grado sumo, que estén adecuadamente organizados para cumplirlas en concepto del Gobierno, como personero del interés público. En este orden de ideas la competente autorización es un requisito previo para el ejercicio sistemático de las aludidas funciones...”

3. En los proyectos, normas y documentos parcialmente copiados y comentados atrás, hay un denominador común, un mismo hilo conductor, que es el propósito de realizar una política monetaria y de crédito, que no puede reconocer otro origen, como atribución constitucional, que los tantas veces mencionados preceptos sobre regulación de la moneda y del crédito, el específico sobre inspección de los establecimientos de crédito, y su consecuente y obligada normación por la ley, y aún el más general de revisar tarifas y reglamentos de los servicios públicos. No hay allí nada que expresa o tácitamente se estuviera asimilando a intervención estatal en actividades privadas, de las que contempla principalmente el artículo 32 de la Carta. En realidad, el tema de la regulación monetaria, bancaria, del crédito, se trata allí virtualmente desde el punto de vista de simples funciones públicas. Y cuando en aquellos proyectos, normas y documentos, se habla de funciones crediticias y monetarias, la referencia obvia es al papel que cumplen los depósitos bancarios, porque los bancos particulares ni acuñan ni emiten billetes. La verdad es que en un largo proceso, que entre nosotros es relativamente reciente, la banca comercial ha generado un nuevo tipo de moneda, la llamada moneda escrituraria, que sustituye el uso de la metálica y de los billetes, que está constituida por los depósitos, realizables por medio de cheques, que desde hace tiempos forman también la gran proporción de los medios de pago, y tienen tal calidad desde el punto de vista económico, del estadístico, y evidentemente también del jurídico, como pasa a verse.

- VII -

1. Es verdad incuestionable de la historia económica, y de la nuestra en particular, que a lo largo del siglo XIX la base del negocio bancario fue la emisión de billetes fiduciarios, esto es con respaldo metálico sólo en parte Si el encaje o cobertura que exigía la ley o la prudencia era, por ejemplo, de un veinte por ciento, si se estimaba que la necesidad de conversión de billetes por metálico no excedería de ese tanto por ciento, por cada cien pesos en oro en las bóvedas del banco, podía este emitir quinientos en billetes, creando así medios adicionales de pago por cuatrocientos pesos más del efectivo en su poder, representados en sus propios billetes.

Diversas causas, entre ellas principalmente la política estatal de unificar los medios de pago, a través del monopolio de emisión por bancos centrales, a fin de sanearlos y controlarlos, llevaron a la extinción de tal sistema de operaciones, en un momento en que ya la banca lo había sustituido por uno distinto en su forma, pero no en su contenido esencial. En efecto, al multiplicarse el número de bancos, al crecer su uso por el público, al propagarse la bondad y seguridad de sus servicios, especialmente los de recibir depósitos, custodiarlos y pagar contra ellos toda suerte de obligaciones mediante cheques, tanto como el de otorgar préstamos y autorizar sobregiros, tales depósitos tendieron a cobrar gran volumen y las gentes a pagar mutuamente sus deudas en cheques, de modo que la necesidad o exigencia de efectivo, es decir moneda y billetes, disminuye constantemente, y los bancos, en lugar de hacer desembolsos, en la mayoría de sus operaciones se limita a asientos contables internos para transferir los depósitos de una cuenta a otra.

Tales depósitos no se crean necesariamente, ni siquiera de modo principal, por el hecho concreto de entregar al banco efectivo, sino que con mucho provienen del crédito que la propia banca otorga, como ya se dijo, en ‘forma de préstamos y sobregiros, por ejemplo, o descuento de instrumentos negociables de vencimiento futuro.

Como en el caso de la emisión de billetes, el sistema bancario, como un todo, crea así medios adicionales de pago, la llamada moneda escrituraria o de crédito, y su mecánica es esencialmente la misma descrita atrás para el billete fiduciario. Si se calcula que normalmente los retiros en moneda legal, en relación con los depósitos, no han de exceder de un veinte por ciento, que los requerimientos del público no sobrepasan esa cifra, y así lo estipulan las autoridades monetarias, manteniendo reservas en efectivo por valor de cien pesos, el sistema bancario en su conjunto puede crear depósitos adicionales, también para ser movilizados por medio de cheques, por cuantía de cuatrocientos pesos. No se está emitiendo billetes, forma antigua, sino creando depósito, forma moderna entre los medios de pago. Tal es, muy rudimentariamente expuesto y esquematizado, el proceso de creación de la moneda de crédito, así llamada porque se funda en la confianza y fe del público, o, moneda simplemente escrituraria porque consta solo en simples asientos contables, que constituye hoy el más importante entre los medios de pago del mundo en general, y de nuestro país en particular, como que en Colombia, en enero de 1969, ascendían a un total de $ 16.207.793.000.oo, de los cuales los billetes y monedas en poder del público llegaban a $ 4.076.631.000.00 y los depósitos a $ 12.131.162.000.00 o sea que los primeros representaban tan solo un 250/0, en tanto que los últimos eran del 75o/o.

Así pues, si la moneda, como generalmente se define, es ante todo un medio de cambio o de pago, y si los depósitos desempeñan un papel análogo, es obvio concluir, como primera aproximación, que en economía los depósitos realizables por medio de cheques, creación del sistema bancario, son moneda, o equivalente o sucedáneos de la misma.

Entre los economistas hay perfecto acuerdo. Basta citar unos pocos, por ejemplo Paul A. Samuelson del Instituto Tecnológico de Massachusetts, en su “Curso de Economía Moderna”, (Madrid, Editorial Aguilar): “El depósito es lo mismo que cualquier otro medio de cambio, y al ser pagadero a la vista sirve, como medida de valor o unidad de cuenta, lo mismo que dólares en moneda de plata... los depósitos bancarios a la vista poseen las propiedades esenciales del dinero y pueden ser considerados como tal. En realidad son, efectivamente, dinero” (Pág. 300). Y más adelante agrega: “Los depósitos bancarios a la vista sirven como medio de cambio y como depósito de valor, por lo que deben considerarse, en consecuencia, como dinero” (pág. 327).

Frederic Benham, de la London School of Economics, enseña que “Los depósitos tienen tanta importancia desde el punto de vista cuantitativo, y constituyen sucedáneo tan cercano al efectivo, que es usual definir la moneda como efectivo más depósitos bancarios” (Curso Superior de Economía, México 1941, pág. 315).

G.D.H. Colé, de la Universidad de Oxford, en “Presente y futuro del dinero”, (México, Fondo de C. Econ. 1947), ofrece las siguientes consideraciones, que se extractan de las páginas respectivamente señaladas, a saber: Pág. 25 “La primera clase de dinero es dinero en efectivo y adopta dos formas; monedas metálicas y billetes... (28) En la actualidad, la mayor parte de los pagos se hacen por medio de cheques... Las monedas metálicas y los billetes son dinero pero los cheques no lo son. La esencia del dinero es que se pueda pasar de mano en mano en sucesivos actos de circulación. Normalmente un cheque circula, por el contrario, solo una vez...”

(31). Así, pues, los cheques no son dinero, sino simplemente órdenes dadas a un banco para que transfiera dinero. . . Sin embargo, si los cheques no son dinero, ¿qué son los depósitos bancarios que transfieren ... (pág. 32) Los depósitos bancarios son dinero aunque los cheques no lo sean. Los depósitos bancarios tienen exactamente las mismas cualidades que las monedas metálicas y los billetes, en cuanto que pueden ser transferidos indefinidamente. . . Un billete de banco es una promesa de pago de un banco, incorporada en un pedazo de papel transferible; un depósito bancario es una promesa de pago semejante, inscrita en los libros de los bancos, y sobre los cuales se gira por medio de cheques. . .”

(48).... En el mundo de hoy, no solo las monedas metálicas y los billetes, sino también los depósitos bancarios, tienen las características esenciales del dinero, en el sentido de poder adquisitivo generalizado transferible de persona a persona. Los depósitos bancarios constituyen, con mucho, el elemento más considerable de la oferta monetaria total. . . ”

50: “Podemos, pues, concluir sin temor a equivocaciones, que la política crediticia es la clave de la dirección monetaria moderna, y que el crédito es la forma predominante de dinero. Las monedas metálicas y los billetes han pasado por igual a ser elementos secundarios de la circulación monetaria; la principal clase de dinero que hoy se utiliza no adopta la forma de dinero simbólico, sino de depósitos bancarios, es decir, de abonos en los libros de los bancos, transferibles por medio de cheques de un dueño a otro, sin que ninguna moneda metálica o billetes cambie necesariamente de manos”.

pág. 53: “Dinero es cualquier cosa que se utilice habitual y ampliamente como medio de pagos y sea generalmente aceptada en la liquidación de deudas. Puede ser moneda metálica...; billetes de bancos...; o depósitos bancarios, transferibles por medio de cheques. La mayor parte de las operaciones importantes y un gran número de las pequeñas se efectúan hoy día por este último medio. Los cheques no son dinero, puesto que no circulan libremente de persona a persona, por ser simples promesas de pago firmadas por una sola persona y que generalmente completan su circulación en un simple acto de cambio. Los depósitos bancarios contra los cuales se giran los cheques sí son dinero, y con mucho la clase más importante de él. El volumen de los depósitos/ bancarios es el factor clave en la determinación de la oferta del dinero, y la regulación de este volumen es el elemento decisivo de la política monetaria general”.

De otra parte es bien sabido el papel que en la determinación del nivel de precios, con obvias repercusiones en los ámbitos económico y social, tiene el volumen de los medios de pago, entre ellos los depósitos bancarios. Si bien algunas escuelas discuten la primacía casi mecánica y directa que la teoría cuantitativa otorgaba a dichos medios de pago, hay sí unanimidad en estimar que su volumen, su expansión o contracción, tiene mucho que ver, en todo caso, con ese nivel de precios, y de ahí que sea regla universalmente aceptada la del control de los depósitos bancarios en cualquier política monetaria y de precios. No cree, la Corte que sea necesario insistir en este aspecto, que tiene el carácter de verdad evidente, pero considera de interés rematar estas consideraciones con una cita del profesor Edwin Walter Kemmerer, economista denota que fue el inspirador de las regulaciones colombianas sobre banca central y comercial, a saber: “La inflación es un exceso de la cantidad de dinero y depósitos bancarios, es decir demasiada moneda en relación con el volumen físico de los negocios que se realizan... Hablando con una mayor precisión, podemos decir que la inflación se produce cuando la oferta de moneda, es decir, de dinero y de depósitos bancarios realizables por medio de cheques, aumenta en relación con la demanda de moneda, tal como queda expresado en el volumen de bienes y servicios” (“El ABC de la inflación”. Buenos Aires 1944 pág. 15).

En conclusión, desde, el punto de vista económico no hay duda de que los depósitos bancarios son hoy el principal medio de pago y que por ende, y por sus características de medio de cambio y depósito de valor, guardan identidad en la ciencia y en la técnica de la economía, con la moneda, como sustituto o sucedáneo del dinero efectivo. Si la regulación íntegra de la moneda, del crédito, de los precios, es cuestión de orden público' económico en todos los países, no se ve cómo puede predicarse de los depósitos bancarios que su creación y crecimiento es asunto de industria privada. De ahí que en debate sobre la creación de la Junta Monetaria, el entonces Ministro de Hacienda, Doctor Carlos Sans de Santamaría, expusiera en el Senado de la República, al comentar la expansión de los depósitos y la concentración del crédito en pocas manos, lo siguiente: “La moneda no es materia prima para los banqueros, como sí lo es el algodón para los industriales. La moneda es un instrumento de bienestar o de malestar de un país que por consiguiente debe ser manejado por el Estado; debe ser dirigido por el Estado, que es esencialmente político, naturalmente de acuerdo con la técnica”.

2. De otra parte, ya las autoridades monetarias tienen bien definido el punto de tiempo atrás, al señalar un sistema para la determinación de los medios de pago. En efecto, mediante Resolución 1150 de 1945, la Contraloría General de la República, como lo haría luego la Superintendencia Bancaria, adoptó como sistema oficial el mismo acogido por el Banco de la República, así: “Artículo 1º.: Se determina como método oficial para calcular la existencia de los medios de pago, y señalar sus variaciones, el adoptado por el Banco de la República en marzo de 1945, y cuyo procedimiento es el siguiente: al total de las especies monetarias en circulación se le deduce el de las especies monetarias en los bancos; al resultado o diferencia obtenida, se le agrega el total de los depósitos a la vista realizables por medio de cheques. En la presentación del cuadro correspondiente al total de los medios de pago se destacarán dos totales: uno que incluye los depósitos oficiales en el Banco de la República y otro sin incluir dichos depósitos oficiales. Artículo 4o.) Se entiende que los depósitos a la vista, realizables por medio de cheques, comprenden los depósitos dejados por el público en custodia en el Banco Emisor y los consignados en otros bancos, en calidad de cuentas corrientes y créditos flotantes por girar”. Y las autoridades monetarias han conservado inalterable el mismo criterio.

3. Cuando el constituyente de 1886 reservó al legislador todo lo relativo a la determinación de la moneda, es obvio que se propuso, como finalidad, mantener para el Estado el derecho soberano de regular ese instrumento de vitales incidencias en la vida económica y social. Aunque en esa época se manifestaba sólo en sus formas de moneda metálica y billetes, lo que quería la norma era el manejo y control del sistema monetario. Si éste es el principio general, cualesquiera formas nuevas, que sustituyeran las anteriores, deben quedar cobijadas por el mismo. Si alguna suple, reemplaza o sustituye la moneda, tal como entonces se concebía, debe someterse a las regulaciones del Estado. Como las constituciones solo fijan reglas generales, sin distorsionar el texto el intérprete debe enriquecer y actualizar su contenido, atendiendo a las finalidades y al espíritu de sus diversas normas.

Más aún. Aunque el constituyente de 1886 no incluyó en el numeral sobre el sistema monetario lo relativo al crédito, como no era posible históricamente que allí se acogiera, pese a la interpretación del señor Caro de que en el siguiente sí reservó a la normación del legislador lo referente al crédito público, el oficial y el social, lo cierto es que le confirió competencia clara en el numeral 15 del artículo 120, como supuesto necesario para la inspección del Presidente de la República, para regular por ley los establecimientos de crédito, y por ende a éste mismo, que es su objeto.

En todo caso, si los depósitos bancarios han sustituido prácticamente a la moneda, en sus formas clásicas; si en la vida económica la reemplazan y son universalmente aceptados como el principal medio de pago; si tienen sus mismos efectos y repercusiones, esa identidad económica y funcional debe conducir a su asimilación jurídica a la moneda. No es dable a los particulares sustituir al Estado en sus funciones políticas, atañederas tan directamente a la soberanía y de tan vastas implicaciones en lo económico y social, sin aceptar las determinaciones y regulaciones del mismo Estado. Y estas regulaciones no pueden derivarse del artículo 32 de la Carta, sobre intervención en las empresas, públicas o privadas, para racionalizar ciertos procesos económicos, porque no se trata, se repite, de actividades propias de la iniciativa particular, sino de otras que sustituyen de hecho a las que jurídicamente están en su esencia reservadas al Estado.

De otra parte, además, si no se aceptara ese enfoque, tampoco hay intervención de la prevista en el artículo 32 cuando se regulan el crédito y los depósitos, sino ejercicio de otras atribuciones del Estado, porque la normación del crédito y de los establecimientos que lo explotan como actividad habitual está adscrita sin condiciones al legislador, según los preceptos tantas veces citados, y adicionalmente, porque el sistema bancario está definido en la ley como servicio público, concedido por el Estado, sujeto a un régimen administrativo y no civil, y por lo mismo sometido a la fiscalización y a la revisión de reglamentos que disponga la ley, conforme al artículo 39, y a los demás derechos que para el Estado surgen por la naturaleza jurídica del régimen de concesiones.

Lo dicho significa que por todos esos extremos, es decir, por constituir los depósitos bancarios parte sustancial del sistema monetario del país, o bien por ser expresión del crédito social de la nación; o por ser objeto del negocio habitual de los establecimientos de crédito, o por ser, conforme a la Ley 45 de 1923, una de las operaciones permitidas a los bancos, pero por lo mismo parte de la concesión administrativa; y en todo caso por constituir la forma más visible y fundamental del servicio público bancario, el Estado se ha encontrado siempre en capacidad de regular dichos depósitos, sin que esa normación pueda confundirse o identificarse con el intervencionismo del artículo 32.. Por lo mismo aquellas atribuciones podían ejercerse aún antes de la reforma de 1968, por ley ordinaria, y además, no existiendo restricción alguna expresa, el legislador podía encomendar su aplicación al Presidente de la República por medio de facultades extraordinarias.

TERCERA PARTE EXAMEN

FINAL DE LA DEMANDA

- I -

Esencialmente la inconstitucionalidad del ordinal b) del artículo 5o. de la Ley 21 de 1963 y del artículo 6o. del Decreto Ley 2206 de 1963, en cuanto fueron objeto de acusación, estriba, dice la demanda, en que se dictaron sin acatamiento a lo previsto en el artículo 32 de la Carta y al uso improcedente de las facultades del numeral 12 del artículo 76 (en su versión anterior a la reforma de 1968, aclara la Corte), porque aquí se trata de intervención en la industria privada bancaria y ella sólo es constitucionalmente permitida por mandato directo de la ley, sin que sea posible el uso de facultades extraordinarias.

Tal es el eje de la acusación y aunque la Corte hizo su examen de modo general en las consideraciones- consignadas en la parte que antecede, es del caso que estudie ahora, con deseable brevedad y con referencia al análisis mencionado, los argumentos centrales de la censura, según el desarrollo que le dio la demanda.

1. Asevera la demanda que la inspección del Gobierno sobre los establecimientos de crédito (numeral 15 del artículo 120) es diferente y de alcances más limitados que la intervención prevista en el artículo 32, y que la inspección se dirige sólo a que se cumplan los mandatos legislativos que rijan la actividad bancaria.

SE CONSIDERA:

Esta tesis, en general y así enunciada, es aceptable aunque, como en otras ocasiones lo ha sostenido la Corte, la inspección no es de tipo mecánico, de simple confrontación entre la ley y la actividad bancaria, pues muchas veces supone la competencia para dictar regulaciones que den sentido y hagan posible la inspección constitucionalmente prevista. Y en todo caso, estima que el artículo 6o. del Decreto 2206 de 1963, en la parte acusada, no sé dictó en uso del derecho de inspección sino en ejercicio de expresas autorizaciones extraordinarias, concedidas por la ley respectiva, directamente invocadas por el Presidente de la República al expedir el estatuto sometido a la consideración de la Corte, como ésta lo aceptó ya para efectos de fijar su competencia.

Lo que no es admisible es la alternativa que ofrece la demanda en el sentido de que, si el Decreto Ley no se deriva del derecho de inspección, constituye entonces un acto de intervención en la industria, de los que se rigen por el artículo 32 de la Carta, que inhibe el uso de las facultades extraordinarias, según el texto de la codificación anterior, porque conforme a lo establecido en la segunda parte de este fallo, en cuanto a la banca ejerce funciones monetarias, como las de emisión, o la creación de depósitos, que son sucedáneos de la moneda; en cuanto el objeto principal de sus negocios es la explotación del crédito social o de la comunidad; y en cuanto, de modo general, la actividad bancaria en Colombia constituye un servicio público, temporalmente concedido por el Estado para su prestación por los particulares, cualquier normación de dicha actividad que toque con los aspectos referidos, y específicamente la contemplada en el Decreto objeto de la demanda, no configura intervención de la prevista en el artículo 32 de la Carta, sino ejercicio de atribuciones directas y, por así decirlo, tradicionales del legislador, según las consideraciones de la Corte que anteceden derivadas de preceptos como el artículo 39, inciso final, sobre revisión de tarifas y en especial de los reglamentos de los servicios públicos; artículo 76, numeral 10, sobre regulación general del servicio público, y numeral 17 sobre sistema monetario; o el artículo 120, numeral 15, que autoriza la reglamentación legal de los bancos de emisión y demás establecimientos de crédito, precisamente como base para la inspección ejecutiva allí creada, todo ello según la codificación anterior.

2. Partiendo del texto original del artículo 44 de la Constitución de 1886 (hoy 39 del orden), que consagra la libertad de trabajo y al mismo tiempo la facultad de las autoridades para inspeccionar las industrias y profesiones en lo relativo a la moralidad, seguridad y salubridad públicas, describe la demanda el proceso de sus sucesivas modificaciones, hasta 1936, cuando la inspección se limita a las profesiones y oficios, dejando aparentemente por fuera a las industrias, y se permite, completando la evolución iniciada en 1918, la fiscalización de tarifas y la revisión de reglamentos de todos los servicios públicos, para demostrar con ello que hubo un gradual avance en materia de intervencionismo, hasta culminar en 1936 con el que llega a ser artículo 32 de la codificación, que establece una intervención general reguladora de todas las actividades privadas, que por serlo dejó sin efecto, por innecesarios, los mandatos específicos de intervención del artículo 39.

La argumentación de la demanda, así resumida, pretende establecer que toda actividad privada en Colombia ha sido enteramente libre, sin más límites que la inspección autorizada por razones de moralidad, seguridad, o salubridad; que el artículo 32, en su versión anterior a 1968, permite ya una regulación amplia, para los fines en él contemplados, entendida siempre como intervención estatal y por ende así sujeta a sus prescripciones especiales, una de las cuales era la de mandato directo de la ley, sin que fuera posible el uso de facultades extraordinarias. Y no obstante reconocer que los establecimientos de crédito son empresas de servicio público, parece concluir aunque no es muy clara en ello, que la intervención en los mismos no puede hacerse por la vía del artículo 39, que estima insubsistente o sin efectos por el mandato más general del artículo 32, sino exclusivamente con apoyo en este último. Al efecto, cita al tratadista Copete Lizarralde quien opina que “Existiendo en nuestra Carta una autorización expresa y general como es la del artículo 32, sobra la especificación que formula el artículo 39...”

SE CONSIDERA:

En el punto VI de la segunda parte de este fallo la Corte se detuvo ya en el estudio de lo que fue el intervencionismo tradicional en Colombia y de lo que, grosso modo, significa el intervencionismo institucional o genérico establecido en 1936, de manera que sólo por cuestión de orden insiste ahora, para rechazar las tesis de la demanda, en que las actividades privadas no fueron tan libres, en su iniciativa y desarrollo, como ella lo supone; que si regular tales actividades ha de calificarse como intervencionismo, no se limitó, antes de 1936, a la inspección de industrias y profesiones por motivos de moralidad, seguridad y salubridad públicas o a la fiscalización y revisión de reglamentos en las empresas de conducciones. Concretamente el sistema bancario, en cuanto está íntimamente relacionado con la emisión o manejo de la moneda, aún bajo la forma económica de los depósitos, y con el crédito social o de la comunidad, y tanto que la Carta lo distingue con el nombre genérico de “establecimientos de crédito”, se encuentra, al menos desde 1886, sujeto a las normaciones incondicionadas de la ley en esas materias y al tratamiento jurídico de servicio público temporalmente concedido por el Estado para su prestación por los particulares, y por ese carácter de concesión sometido, también al menos desde 1886, a regulaciones legales como servicio originario del Estado, distintas por ello a las que el artículo 39 permitió para otras actividades privadas que fueron adquiriendo por los hechos el carácter de servicio público, como las de conducciones, inicialmente, y las demás a partir de 1936.

De otra parte, no puede admitirse que el artículo 32 haya hecho superfluo el artículo 39 en sus apartes relativos a servicios públicos. Este, en efecto, permite una ingerencia del Estado para fiscalizar las tarifas y revisar los reglamentos, más que todo con propósitos políticos, en el mejor sentido de .la palabra, a fin de salvaguardiar los intereses de los usuarios en materias tales como calidad o regularidad de los servicios, precio de los mismos, condiciones en que se prestan, especialmente las cláusulas de los reglamentos, que por lo general asumen la forma de contratos de adhesión. Y tal ingerencia en tarifas y reglamentos ha sido siempre posible mediante ley ordinaria o común, directamente dispuesta por el legislador o autorizada a través de facultades extraordinarias, porque ningún mandato lo impide.

En cambio, el intervencionismo del artículo 32, en su versión de 1936, es genérico, mira más a la economía nacional, en su conjunto, o a las empresas intervenidas, como tales, como unidades productoras de servicios o de bienes, para racionalizar sus diversos procesos o dar protección a los trabajadores, sin considerar tan específicamente a los usuarios o consumidores de dichos servicios o bienes, como finalidad de la intervención, aunque de modo general puedan resultar beneficiados de los procedimientos más económicos o más racionales dispuestos por la ley. Además, en la versión de 1936 la intervención debía decretarse por ley aprobada mediante mayoría absoluta de los miembros de una y otra Cámara, y en la de 1945, aunque no por ley calificada, sí a través de mandato directo del legislador y excluido expresamente el instrumento de las facultades extraordinarias. Tanto por los alcances y procedimientos diversos de uno y otro artículo, como por la circunstancia muy relievante de que ambos fueron objeto de textos simultáneamente dictados por el constituyente de 1936, no es admisible la tesis de que el artículo 39, en la parte que se considera, es superfluo o quedó sin efectos en presencia del artículo 32. Lo que hay, simplemente, son dos caminos abiertos a la ley, uno de intervención limitada a las tarifas y reglamentos de servicios públicos, en el artículo 39; y otro más general y amplio para racionalizar la economía de las empresas que los prestan, que no excluye, en modo alguno, la eventual consideración de aquellos otros aspectos en un solo estatuto.

3. Después de afirmar la demanda que “el servicio público prestado por los bancos particulares no es un servicio público estatal propio y exclusivo del Estado, sino un servicio público económico, que realizan por propio derecho los establecimientos privados de crédito”, sujetos a inspección del Presidente, en apartes sucesivos reitera el concepto de que los establecimientos bancarios ejercen una industria privada, cuya existencia con tal carácter y con el consecuente de libre iniciativa en su creación y desarrollo reconoció la propia Corte en la sentencia de 12 de diciembre4 de 1925, sobre exequibilidad de la Ley 45 de 1923, atrás citada también en este fallo, conforme a la primera parte del artículo 39 de la Carta, sobre libertad de industria y trabajo, y aún del 120, numeral 15 de la anterior codificación, toda vez que si este permite la inspección en los demás establecimientos bancarios y en las sociedades mercantiles, es porque reconoce y especialmente quiere su existencia.

SE CONSIDERA:

Siguiendo las observaciones formuladas en la parte segunda de este fallo, ciertamente los bancos privados prestan un servicio público, así calificado en forma expresa por decreto ejecutivo en vigencia, y así considerado, al menos por inferencia, en estatutos como la Ley 45 de 1923. De otra parte, en cuanto el objeto propio de los establecimientos bancarios es el manejo de la moneda y del crédito, elementos atañederos a la soberanía del Estado, cuya regulación incondicionada reserva la Constitución al legislador, y no por virtud del artículo 32, sino, como tantas veces se ha repetido, a través de los numerales 10 y 17 del artículo 76 y 15 del artículo 120, según la anterior codificación, no es admisible la afirmación de que ejerzan una industria privada, en el sentido de actividad lucrativa que solo mira al interés de quienes la emprenden, asimilable a cualquier explotación particular productora o distribuidora de bienes.

Porque no se trata de empresas que producen una mercancía, llamada moneda, o que la distribuyen, o que crean por su propia virtualidad sucedáneos de la misma, y que son ajenas a la explotación y manejo del crédito público, es inadmisible la tesis de que su desarrollo y nacimiento esté librado a la sola iniciativa de los particulares. Por el contrario, sus actividades pueden comprometer el orden y seguridad de toda la economía, por lo cual existe un evidente interés social en su creación y en el ejercicio de sus actividades; pero además, en cuanto a los aspectos monetarios y de crédito la banca ejerce una función pública, que repugna la libre iniciativa. Lo que hay es, según los preceptos constitucionales citados y como se estableció primero en la Ley 57 de 1887 y después en la Ley 45 de 1923, una prestación del servicio mediante el sistema de concesiones del Estado, temporales y revocables, que por ello requieren permiso previo, que se otorga o se niega discrecionalmente por el Presidente de la República a través de la Superintendencia Bancaria; en otras palabras, para la creación de un banco se necesita propuesta de los interesados y concesión expresa del Estado, y luego, en el desarrollo de las actividades y negocios, sujeción a las leyes que regulen y vayan reglamentando su ejercicio, so pena de revocación del permiso y clausura de operaciones, sin que pueda oponerse a cualquier nueva normación presuntos e inexistentes derechos adquiridos.

En capítulo anterior de este fallo la Corte se permitió razonadamente rectificar las tesis de la parte motiva de la sentencia de 12 de diciembre de 1925, sobre la Ley 45 de 1923, que los demandantes citan en apoyo de las- suyas sobre la alegada libertad de la industria bancaria, y a esas páginas se remite por considerar innecesario repetir aquí los conceptos entonces expresados.

4. Avanzando en su análisis, los demandantes afirman que toda intervención en la industria privada debe fundarse en el artículo 32 y llaman la atención sobre el hecho de que en el artículo 39, tal como fue modificado en la reforma de 1936, se suprimió la inspección en las industrias, que anteriormente el mismo texto autorizaba. En consecuencia, argumentan que la intervención en las industrias, como más amplia que es, reemplaza la inspección, y en cuanto a la que en la banca privada establece el Decreto acusado, no puede fundamentarse su exequibilidad en la inspección sobre los establecimientos de crédito que al Presidente otorgaba el numeral Í5 del artículo 120 de la codificación anterior.

Concluyen los demandantes en nuevo aparte, conexo con el anterior, aseverando que actos realizados como de inspección son a veces de intervención. “La inspección que corresponde cumplir al Presidente de la República puede ser de mayor o menor profundidad. Si la aplica simplemente sobre aspectos no intrínsecos a la explotación de las industrias, hará típicamente inspección estatal; si penetra en cambio más a fondo dentro del campo de la industria fijando o regulando su régimen, estará practicando una intervención”, y en este último caso tal acto se coloca en la esfera del artículo 32 de la Carta y al expedir el Decreto Ley 2206 de 1963 debió obrar el Presidente acatando el régimen constitucional, concretamente el artículo 32, que lo inhibía para usar de facultades extraordinarias.

SE CONSIDERA:

La Corte no acepta que exista la alternativa planteada a lo largo de la demanda, en el sentido de que, en cuanto hace referencia a la banca privada, la intervención sea sólo o la limitada del artículo 39, como servicio público, o la del artículo 32. Ya tiene establecido que por ejercer funciones como las monetarias y de crédito, y por constituir un servicio público concedido por el Estado, éste puede regular la banca con amplitud por tales aspectos, sin que esa normación tenga que someterse a las prescripciones especiales de intervención del artículo 32. Es que, se repite, ante la Constitución y ante el sistema legal que rige la actividad monetaria y crediticia que desarrolla la banca, ésta se encuentra en situación jurídica y de implicaciones sociales y económicas muy diversas a las de empresas privadas de género distinto, como las productoras o distribuidoras de mercancías. Su regulación proviene de atribuciones constitucionales diferentes a las que permiten, de modo general y para finalidades específicas, según el artículo 32, la intervención del Estado, aunque ello no obsta para que, si se trata de racionalizar algunos procesos de la llamada industria bancaria, en cuanto no toquen propiamente con sus actividades monetarias y crediticias o con sus tarifas y reglamentos, y para dar protección a sus trabajadores, pueda el legislador acudir a la aplicación del artículo 32.

De otra parte, también ha repetido la Corte que la decisión sobre las normas acusadas no se fundamenta en que considere que se dictaron con base en las facultades presidenciales de inspección respecto a los establecimientos de crédito, sino, se reitera, en el ejercicio por el legislador de su propia potestad de reglamentar todo lo relacionado con el crédito y la moneda, aún bajo formas económicas actuales, que la sustituyen o le sirven de sucedáneo, y de regir las concesiones otorgadas para la prestación del -servicio público bancario, tanto como en la posibilidad constitucional que tenía para autorizar al Presidente de la República, conforme al numeral 12 del artículo 76, a fin de que fuera él quien dictara los preceptos de detalle, cuyo alcance precisó en el artículo 5o. ordinal b) de la Ley 21de 1963.

5. En otro acápite afirma la demanda que si bien la función monetaria es de soberanía del Estado, la actividad bancaria no es función estatal. Admite que esta constituye un servicio público económico, pero que a ella no está anexo ejercicio de soberanía, pues la moneda, aparte sus funciones básicas de ser medida de valores, medio de cambio y patrón de pagos diferidos, se caracteriza por el curso legal, que le da el Estado. Y que cualquier otra especie que carezca de tal distintivo es apenas una mercancía o, como sucede con los depósitos bancarios, realizables por cheque, un derecho a exigir moneda de curso legal. Reconoce que el crédito y en general los depósitos bancarios tienen efectos sobre los medios de pago, tanto como sobre la moneda, desde el punto de vista económico, pero no por el aspecto jurídico, porque carecen de poder liberatorio. Los particulares, repite la demanda, prestan un servicio público de tipo económico, pero no administrativo porque la función crediticia no es Estatal. Si para fundar bancos se requiere autorización es por razones de seguridad y moralidad públicas, sin que pueda entenderse que hay delegación o concesión de función pública; los bancos privados se encuentran para su ejercicio en un plano autónomo, garantizado por la Constitución y “no necesitan que el Estado les otorgue concesiones o les haga delegación de poder”.

SE CONSIDERA:

Todo lo relativo a la moneda es de soberanía del Estado. El concepto jurídico de moneda no tiene por qué permanecer anclado al concepto económico de la misma, al momento, que bien pudo ser remoto, de elaboración- de las fórmulas de derecho que lo consagran. Lo que importa es la función monetaria; todo -signo o instrumento que se desempeñe como moneda, que por lo mismo tenga aceptación general como medio de pago, por ese hecho participa del concepto de moneda y debe quedar sujeto a su estatuto jurídico. El billete fue creación especial de la banca, cumplió funciones monetarias evidentes, y los defensores de la libertad completa de emisión argumentaron durante el siglo pasado que como carecía de poder liberatorio y curso legal, pues sólo daba derecho a que se convirtiera en metálico, no era moneda, como ahora se predica en la demanda, para iguales finalidades, de los depósitos bancarios.

Sinembargo, aun conservando en 1886 casi el mismo texto de la Constitución de 1863 y de las anteriores, p sea el de que es atributo del legislador “Fijar la ley, peso, tipo y denominación de la moneda”, que por su expresión literal parecería corresponder solo a la moneda metálica, siempre fue incuestionable que esa norma involucraba también el derecho soberano y exclusivo de emisión de billetes. El principio general que introduce la fórmula, y que es esencial en el derecho público de los Estados es el de soberanía monetaria, cualesquiera sean sus expresiones económicas. El criterio funcional y finalista, esto es el propósito del constituyente de someter a su regulación cuanto signo o medio cumpla funciones monetarias, debe ser guía del intérprete.

Por eso, si con los tiempos, como sucedió entre nosotros, la emisión de billetes por la banca privada fue sustituida, en su desempeño de medio de pago, por el desarrollo del crédito y la creación consecuente de los depósitos realizables por cheque, es obvio que la banca está sujeta a las regulaciones monetarias si por tales actividades cumple una función monetaria. Ya se vio en aparte anterior que desde el punto de vista económico es indiscutible tal función monetaria de los depósitos bancarios, que constituyen hoy el más importante entre los medios de pago del país, o sea el 75o/o del total. Aunque dan derecho a su conversión en efectivo, la realidad protuberante es que en su gran proporción no la requieren y que por sí mismos se aceptan como tal medio de pago, del mismo modo como los billetes bancarios en el siglo pasado daban derecho a exigir la entrega de metálico, pero no por eso dejaban de ser medio de pago y, más concretamente, moneda regulable primero y monopolizada luego por el Estado.

De otra parte, la Corte espera haber sido muy explícita en puntualizar como tanto por el aspecto monetario, extendido a todo fenómeno económico que sustituya o sirva de sucedáneo a la moneda, propiamente dicha, y por el de explotación del crédito social o de la comunidad, objetos de concesión, la banca está sujeta a las normaciones de la ley, conforme a los numerales 10 y 17 del artículo 76 de la anterior codificación, lo mismo que a la regulación general e incondicionada como establecimientos de crédito, que autoriza el numeral 15 del artículo 120, también de la anterior codificación constitucional. No hay, pues, en estas materias ejercicio autónomo de la actividad bancaria, como lo afirma la demanda, ni ella se refiere a una mercancía cualquiera. Finalmente, junto a la concepción de la función monetaria como cuestión de soberanía, y en especial como servicio público del Estado y originario del mismo, en el derecho positivo, colombiano preceptos como los de la Ley .45 de 1923 han determinado en forma expresa que el servicio público que presta la banca privada está enmarcado en la figura jurídica de la concesión temporal y revocable.

6. Concreta la demanda su acusación al literal b) del artículo 5o. de la Ley 21 de 1963, en resumen, así: el literal a) del artículo citado creó la Junta Monetaria, encargada por la ley de adoptar las medidas monetarias, cambiarias y de crédito atribuidas por normas vigentes a la Junta Directiva del Banco de la República, muchas de las cuales son de regulación e intervención en la industria bancaria; y como por el literal b) de dicho artículo objeto de acusación, se dieron facultades al Gobierno para adscribir a esa Junta, “funciones complementarias” de las contempladas expresamente, es obvio que éstas pueden ser de análoga o igual entidad, es decir reguladoras e intervencionistas. En otras palabras, el legislador otorgó poderes al Gobierno para que legisle, en lugar del Congreso, sobre dichas materias, esto es para que disponga por sí la intervención estatal en la industria bancaria, lo que estaba vedado, por prohibición expresa del constituyente, según el inciso final del artículo 32 de la anterior codificación, aclara la Corte.

SE CONSIDERA:

De tiempo atrás, en diversos estatutos, se había consagrado en el país que la política monetaria, cambiaria y de crédito, que reconoce su origen en el Congreso y su dirección inmediata en el Gobierno, se cumpliera a través de las determinaciones de la Junta Directiva del Banco de la República, con la obvia participación decisoria del Ministro de Hacienda en representación del Gobierno. Así, por ejemplo, fue establecido mediante el Decreto Legislativo número 756 de 1951, que tiene categoría de ley permanente por virtud de la número 141 de 1961. El artículo 5o. de la Ley 21 de 1963, en su ordinal a) creó la Junta Monetaria, le trasladó directamente las funciones monetarias, cambiarias y crediticias que tenía la Junta Directiva del Banco Emisor, con tácita referencia al citado Decreto 756 de 1951 y demás normas vigentes; por el literal b) facultó al Gobierno para adscribirle funciones complementarias y por el inciso final para organizar la Junta y determinar otras cuestiones conexas, hasta el 31 de diciembre de 1963.

Antes de continuar, conviene tener presente el texto íntegro del citado artículo 5o de la Ley 21 de 1963, que es del siguiente tenor: “Artículo 5o. Créase una Junta Monetaria encargada de: a) Estudiar y adoptar las medidas monetarias, cambiarias y de crédito que, conforme a las disposiciones vigentes, corresponden a la Junta Directiva del Banco de la República, y b) Ejercer las demás funciones complementarias que se le adscriban por el Gobierno Nacional, y en el futuro por mandato de la ley. Autorízase al Gobierno Nacional, hasta el 31 de diciembre de 1963, para proceder a su organización; determinar los miembros que hayan de integrarla, quienes tendrán las mismas incompatibilidades del Superintendente Bancario, a excepción de los Ministros del Despacho, del Jefe del Departamento Administrativo de Planeación y Servicios Técnicos y del Gerente del Banco de la República, quienes tendrán sólo las incompatibilidades que el Gobierno determine, y para convenir con el Banco de la República las modificaciones de los contratos que con esta entidad tiene celebrados, a fin de poner en vigencia el mandato de este artículo”.

Dada la extensión de las consideraciones previas y de las inmediatamente anteriores hechas por la Corte, no estima que sea necesario entrar de nuevo a repetirlas, para efectos de la decisión, sino que basta reiterar su concepto de que las regulaciones sobre cuestiones monetarias, cambiarias y crediticias, y específicamente sobre depósitos bancarios y el manejo del crédito por la banca privada, no constituyen actos de intervención del Estado en la industria privada, de la clase de intervención que contempla y autoriza el artículo 32 de la Carta, sino ejercicio de atributos de soberanía del Estado, que son de competencia directa del legislador, y lo eran antes de que se introdujera tal concepto de intervención, aparte de que configuran regulación de un servicio público que los particulares prestan sólo por concesión temporal del Estado, sometido así a un régimen de derecho público, que para dictarse y expresarse no está sujeto a calificaciones especiales en la Carta, como mayorías o trámites determinados para que sea viable la ley, ni a limitaciones como la de que se requiera siempre mandato directo del legislador, sin que pueda investir, al efecto, de facultades extraordinarias al Presidente de la República.

En consecuencia, bien pudo la Ley 21 de 1963, artículo 5o. literal b), autorizar al Gobierno para que adscribiera a la Junta Monetaria funciones complementarias de las que señaló en el literal a) del mismo artículo, que por especificar así su materia u objeto, o sea lo relativo a la moneda, el cambio y el crédito, dichas facultades extraordinarias tienen la precisión que exige el numeral 12 del artículo 76 de la Carta.

Además, al otorgar las autorizaciones a que se refiere el literal b) del artículo 5o., a renglón seguido la ley confirió otras al Gobierno y le fijó término hasta el 31 de diciembre de 1963 para desarrollarlas, procediendo a la organización de la Junta, y es elemental entender que ese término debía regir el uso de las restantes facultades del mismo artículo, específicamente las del literal b), objeto de la acusación. En efecto, la ley que creó la Junta Monetaria al encargarle unas atribuciones directas y al tiempo las complementarias que le adscribiera el Gobierno, indica que su funcionamiento requería el desarrollo de esas, autorizaciones, como parte esencial de su organización. Así, en el plazo señalado al Gobierno para proceder a la organización de la Junta hasta el 31 de diciembre de 1963, debe entenderse incluido el pertinente para adscribirle las funciones de que trata el literal b) de tal artículo. No es dable exigir en estas materias, con formalismo riguroso, que a cada facultad corresponda, directa e inseparablemente, la determinación del lapso temporal para su uso; bien pueden quedar todas comprendidas por un plazo común, como es lógico admitirlo en el caso a estudio, en que dentro del cuerpo del mismo artículo, en párrafos continuos se otorgan dos autorizaciones, conceptualmente vinculadas porque versan sobre funciones y organización de una misma entidad, y que aún por cuestión de estilo y para evitar repeticiones, se fija un solo término para su cumplimiento, que si no se quiere dejar sin efectos la ley en una parte de ella —que no pudo ser el ánimo del legislador es forzoso admitir que rige una y otras de dichas autorizaciones.

Para disipar toda duda por este aspecto, conviene hacer memoria de algunos antecedentes que constan en la historia de la ley. Así, en el proyecto original del Gobierno, presentado a la Cámara de Representantes (Anales del Congreso, junio 6 de 1963), el artículo 2o., que luego llegó a ser el 5o. de la ley respectiva, traía este texto: “Revístese igualmente al Presidente de la República, de conformidad con el ordinal 12 del artículo 16 de la Constitución Nacional, y hasta el 31 de diciembre de 1963, de facultades extraordinarias para crear y organizar en el Banco de la República un Comité monetario, encargado de: a) Estudiar y adoptar las medidas monetarias, cambiarias y de crédito que, conforme a las disposiciones vigentes, correspondan a dicho Banco; y b) Ejercer las demás funciones complementarias que le adscriba el Gobierno Nacional. Parágrafo: Autorízase al Gobierno Nacional para convenir con el Banco de la República las modificaciones de los contratos que con esta entidad tiene celebrados, a que hubiere lugar para el ejercicio de dichas funciones”.

Se adelantó el trámite con participación de voceros del Senado a fin de redactar, como se logró, un texto definitivo que se adoptara sin modificaciones en esta última corporación, y se decidió entonces que en vez de autorizar al Gobierno para crear la Junta, como estaba previsto en el original, se procediera por el Congreso a crearla directamente, otorgando facultades al Gobierno, según su solicitud, para organizaría, adscribirle funciones complementarias y para proceder a la modificación de los contratos a que se ha aludido.

Este cambio tenía que repercutir en variaciones correlativas del texto. Si se comparan el original y el definitivo, se ve que en el primero su creación inicial sobre facultades extraordinarias hasta el 31 de diciembre de 1963, que regía todo el artículo, ya no cabía en el mismo lugar, pues era el legislador quien creaba directamente la Junta, luego debía sufrir trasposición para que entonces sí rigiera las facultades del caso sobre organización de aquella, adscripción de atribuciones complementarias y modificación de contratos. El legislador colocó esa oración sobre facultades y término para ejercerlas como cabeza del segundo inciso, refiriéndose expresamente a que ellas se otorgaban para organizar la Junta, término dentro del cual es racional y lógico suponer que entran las relativas a la adscripción de funciones, y así lo acepta la Corte.

En consecuencia, en cuanto el literal b) del artículo 5o. de la Ley 21 de 1963 es ejercicio de atribuciones propias del legislador, no condicionadas en sus fines y procedimiento al artículo. 32.de la Carta, porque tienen origen en otros preceptos de la misma, de cuyo desarrollo podía encargar al Presidente de la República por medio de las facultades de que trata el numeral 12 del artículo 76, y la norma acusada reúne los requisitos de precisión y temporalidad, se concluye que es exequible.

7. Dirigida fundamentalmente la acusación contra el artículo 6o., literales a), b) c), d), e) y finalmente i), del Decreto Ley 2206 de 1963, los demandantes expresan su concepto de que todas y cada una de esas normas entrañan actos de intervención en la industria bancaria privada, cuyo manejo pasa así, en aspectos fundamentales, a la Junta Monetaria. Esa intervención opera en el campo del crédito particular, y el Estado no puede reclamar la función crediticia como suya ni a título de quien otorga concesiones o delega poder en los banqueros. Se trata, por lo mismo, de un típico estatuto intervencionista en la industria privada que sólo puede dictarse por el legislador sujeto al artículo 32 de la Carta, que en su versión anterior, repite la Corte, no permitía el uso de facultades extraordinarias al Presidente para esos propósitos de intervención. Y como el Congreso dio tales autorizaciones, y el Presidente hizo uso de ellas para dictar el Decreto 2206 de 1963, es inconstitucional en la parte acusada, además de que excede por la naturaleza de sus normas a la facultad de inspección que en la industria bancaria le otorgaba el numeral 15 del artículo 120.

SE CONSIDERA:

Si por las razones tantas veces expuestas la normación de la moneda, en sus diversos conceptos económicos, lo mismo que del crédito, son atributos soberanos del Estado; y si la banca privada ejerce una actividad de servicio público por concesión temporal del Estado, que se rige por los principios del derecho público, su regulación no constituye, propiamente, acto de intervención en la industria privada, con el sentido y restricciones eventuales que consagraba el artículo 32 de la anterior codificación. De ahí que la Corte haya llegado a la conclusión de que era legítimo, también, el uso de facultades extraordinarias en el caso que se estudia y de que es exequible el artículo 5o. literal b) de la Ley 21 de 1963.

Si ello es así, en principio también es exequible el Decreto 2206 de 1963, dictado con fundamento en la norma legal que se citó. Resta examinar si excedió las facultades respectivas o si quebranta otros preceptos de la Constitución.

a) El Gobierno recibió autorizaciones para adscribir a la Junta Monetaria facultades complementarias a las funciones monetarias, cambiarias y crediticias que la ley le otorgó al trasladarle aquellas de que gozaba la Junta Directiva del Banco de la República.

Ahora bien: el Decreto 756 de 1951, estatuto básico de dichas funciones, de modo general trató de dirigir la política monetaria y crediticia (para no hacer referencia a la cambiaria, que se encuentra ausente del Decreto 2206 de 1963, en la parte acusada), a través de las operaciones de la banca privada con el Banco de la República. En cuanto el sistema bancario no tuviera que acudir al Banco Emisor, para descuento o redescuento, era virtualmente libre en sus operaciones. Salvo algunos mandatos imperativos en cuanto a determinados cupos de crédito para fomento o intereses, como los de la Ley 26 de 1959, o ciertas limitaciones provenientes de preceptos algo anticuados ya de la Ley 45 de 1923, o de la política general de encajes, y de las que imponían la situación económica o la prudencia en el manejo interno de los bancos, estos podían casi a su arbitrio extender el crédito e impulsar el crecimiento de los depósitos, y más concretamente aún, concentrar el otorgamiento del crédito en personas o grupos de personas; dar preferencia a determinado tipo de negocios, por ejemplo los comerciales; más bien que a los de fomento; aplicar diversas tasas de interés, o ampliar los plazos, dentro de ciertos límites, o realizar cualesquiera clase de préstamos o inversiones.

En vez de esa política monetaria y crediticia sólo inducida, por lo general, a través de ciertos incentivos resultantes de las facilidades para descuento o redescuento en el Banco Emisor, de los tipos de interés o descuento que éste ofrecía, o de desestímulos consistentes en negar esas facilidades, el propósito del legislador, al crear la Junta Monetaria, fue el de trasladar la responsabilidad de esa política, función estatal, a un organismo suyo, de una parte, y de otra, establecer instrumentos más eficaces de dirección de la misma, ya de carácter compulsivo u obligatorio y generalizado, a fin de que no quedara sector alguno fuera de control, capaz de desquiciar o hacer nugatoria la dirección de la moneda y del crédito.

Así, el Senador Hernando Durán Dussan, ponente del proyecto dijo: “El artículo 5o. crea una Junta Monetaria encargada de estudiar y adoptar las medidas monetarias, cambiarias y de crédito que, conforme a las disposiciones vigentes, corresponden a la Junta Directiva del Banco de la República y además, las funciones que le señalen el Gobierno y el legislador. Cuáles son las finalidades de este artículo . La primordial es, sin lugar a dudas, la de independizar del interés privado las medidas monetarias, cambiarias y de crédito que el país necesita tomar para el desarrollo de su economía. Pero hay otras finalidades de extraordinaria importancia también, que pueden llegar a significar un gran avance social en el campo monetario y crediticio, por ejemplo: señalar tasas máximas de interés o descuento que las instituciones de crédito puedan cobrar a su clientela sobre todas las operaciones activas, descontables o no descontables. Señalar el monto de las cuotas iniciales, los plazos y otras condiciones aplicables a operaciones de crédito comercial de consumo por instalamentos, otorgado por establecimientos de crédito, casas comerciales, almacenes, etc.” (Anales del Congreso de julio 30 de 1963).

Igualmente, en el debate que adelantó el Senado de la República sobre el establecimiento de la Junta Monetaria, el entonces ministro de Hacienda, Doctor Carlos Sánz de Santamaría señaló entre las finalidades de esa creación la de eliminar la concentración del crédito bancario en pocas manos, demostrando con estadísticas fidedignas que grupos reducidos de personas, naturales y jurídicas, en pocas ciudades, detentaban partes muy apreciable del mismo; y que era conveniente procurar su democratización y especialmente su distribución a sectores a los cuales no llegaba la cantidad adecuada, cómo el agrícola, el pecuario, el de la pequeña industria. Indicó también como era necesario dar a los bancos de fomento condiciones diferentes a las de la banca comercial, por ejemplo en el crecimiento de sus activos; fijar topes específicos a los préstamos, de carácter obligatorio, pues hasta entonces, y dada la ineficacia parcial de los instrumentos sobre descuento y redescuento, hubo que apelar, al efecto, a los topes voluntarios de cartera, como acuerdo de caballeros, y agregaba que si la persuación es buena, no es muy propio del Estado reposar solo sobre ella, en materias de suyo tan trascendentes. De igual manera, hasta entonces la limitación de la tasa de crecimiento de los activos bancarios apenas operaba a través de acuerdos con el Banco Emisor. En cuanto a tasas de interés, expuso el Ministro que había un crecimiento desordenado de las mismas y que muchas actividades productivas estaban en incapacidad de pagarlas, con lo cual se retardaba el crecimiento de la actividad económica o sólo era posible con altos costos, requiriéndose un instrumento que las hiciera compatibles con el desarrollo económico. Señaló también que conforme a las disposiciones sobre bancos, las limitaciones para préstamos individuales, establecidas: en relación por ejemplo con activos y reservas, resultaban obsoletas y había bancos en capacidad de prestar a una sola persona hasta cuarenta millones de pesos, operaciones de evidente riesgo que era necesario regular de nuevo. (Carlos Sánz de Santamaría, “Una Época Difícil” Tercer Mundo, Bogotá, pág. 216yss.).

En efecto, si se examinan las disposiciones del Decreto 756 de 1951, se ve que la variación introducida por el Decreto 2206 de 1963, en la parte acusada, consiste esencialmente en hacer obligatoria y general para la banca privada regulaciones de tipo monetario y especialmente crediticio que estaban antes previstas, pero sin carácter compulsivo las más de las veces, cuya efectividad radicaba en que fuera necesario apelar a las facilidades del Banco Emisor. Así, con dicho decreto ley, el ejecutivo obró en el campo de la política monetaria y de crédito, dictando medidas complementarias de la misma, tal como estaba trazado por su espíritu en el Decreto 756 de 1951, conforme a las nuevas necesidades y modalidades, para que fuera eficaz, y dando vigor a instrumentos que ya se habían ensayado por la vía de los acuerdos. Por lo mismo, no excedió las facultades otorgadas.

b) Los establecimientos privados de crédito prestan un servicio público concedido; en su actividad crean moneda, en su sentido económico que por ende lleva a su asimilación jurídica, y en todo caso tienen como objeto principal la explotación del crédito. En tal virtud, podía el Gobierno en uso de facultades extraordinarias, como podía hacerlo directamente el legislador, señalar límites específicos al volumen total del crédito, o tasas para su crecimiento, aún diferenciales según sus finalidades de desarrollo económico, pues el sistema, monetario y de crédito está sujeto a las regulaciones soberanas del Estado, conforme al numeral 17 del artículo 76 de la Carta, según la anterior codificación; y porque a la ley compete, de igual modo, la normación de los establecimientos de crédito, según el numeral 15 del artículo 120 de la misma codificación; y porque puede disponer la revisión de los reglamentos de las empresas de servicio público, al tenor del artículo 39; y porque, además tratándose de servicio público concedido, tiene también competencia para regularlo con amplitud, en sus diversos aspectos, a la luz del numeral 10 del artículo 76 de la misma codificación.

Por idénticas razones, y con apoyo en esas normas, los demás preceptos acusados del Decreto 2206 de 1963 son perfectamente exequibles, en cuanto permiten la determinación de tipos de interés o descuento, como estaba ya dispuesto por la Ley 26 de 1959, que señaló a todos los bancos cupos obligatorios y tasas máximas de interés para préstamos de fomento agropecuario, regulación de intereses que es campo abierto también por fines de moralidad y seguridad públicas, conforme al artículo 39, y en cualquiera clase de actividades o negocios por motivos de interés social, según el artículo 30, asunto este que reconoce larga tradición en nuestro derecho público. De igual modo, es legítima la fijación de plazos o la normación de garantías, o la limitación o prohibición de préstamos e inversiones que conlleven riesgos, porque se trata de puntos íntimamente vinculados al manejo monetario y del crédito, a la prestación del servicio público bancario, regulable y concedido por el Estado, de obvias implicaciones sociales y económicas, y también conexos con la seguridad en el manejo de fondos e intereses de terceros, por cuya seguridad y mediante adecuada inspección deben velar la ley y las autoridades, como igualmente ocurre respecto a las sociedades mercantiles. Estas normas, de otra parte, son apenas actualización, acentuada por su carácter general y obligatorio, de preceptos de la Ley 45 de 1923, que la Corte: había encontrado exequibles en fallos de vieja data.

Finalmente, siendo el crédito comercial de consumo causante en buena parte de la expansión del crédito y de los medios de pago e instrumento para crear demanda artificial o temporal de ciertos bienes, con capacidad para desviar así la producción o inversiones hacia campos que no son necesariamente los más urgentes, con eventual gasto de las escasas divisas, y que generalmente favorece un consumo no acorde con la "capacidad adquisitiva, acumula deudas y compromisos sobre las clases pobres, acompañadas de fuertes recargos, y hace imposible el ahorro, desde hace dos décadas viene siendo objeto de regulación en distintos países, los Estados Unidos entre ellos, y por la magnitud que entre nosotros ha, alcanzado, y sus incidencias económicas y aún sociales, estaba exigiendo también una dirección adecuada por esos aspectos monetarios y crediticios, permitidos al legislador. Y aún más: la necesidad de otorgar seguridad a esos negocios por instalamentos y a plazos, para proteger a los compradores, y de fijar intereses que se compadezcan con los plazos y modalidades de la operación, sin que lleguen a la usura y al aprovechamiento indebido, resulta de evidente interés social y cuestión de moralidad, que en su regulación encontraría apoyo también en los artículos 16 y 30 de la Carta.

En conclusión, la Corte no encuentra que con la expedición del Decreto 2206 de 1963, en cuanto fue objeto de acusación, se hayan violado preceptos de la Carta y, por lo mismo, se impone la declaración de que es exequible a la luz de los vigentes, aún de los que regían antes de la reforma de 1968.

- II -

1. A las conclusiones anteriormente expuestas llega la Corte después del estudio, extendido aún a ciertos antecedentes significativos del derecho público colombiano, de la naturaleza de las instituciones monetarias y de crédito, de las funciones bancarias, de la organización legal de la banca como servicio público concedido, a la luz de los preceptos constitucionales originarios de 1886 o de reformas en todo caso anteriores a la de 1968. Para el examen de los actos acusados y de su eventual exequibilidad, como primera aproximación convenía situarse así en el marco de las normas vigentes en la época en que se expidieron y en que fuera presentada y siguiera su curso la demanda respectiva.

La verdad es que la reforma que el artículo 6o. del Acto Legislativo No. 1 de 1968 introdujo al texto del artículo 32 de la Constitución sobre intervencionismo de Estado, entre otros aspectos por el consistente en suprimir la prohibición de disponerlo y ejercerlo a través de facultades extraordinarias, quitó a la demanda su argumento central y básico, según el cual los actos acusados eran de típica intervención, conforme al artículo 32, y en consecuencia no podían ser autorizados por el Congreso a través de las facultades del numeral 12 del artículo 76, ni expedidos tampoco por el Presidente de la República.

Pudo así la Corte haber dictado su fallo con fundamento sólo en la nueva norma, sin que fuera necesario entrar al tema de si las disposiciones objeto de la demanda son o no actos de intervención en la industria privada, y por razón de que aunque lo fueran estaba ya levantada la limitación constitucional que inhibía el uso de las facultades extraordinarias, pero no quiso la Corte rehuir el examen sobre cuestiones tan vitales al interés nacional como las planteadas, precisamente por su importancia pública, entonces exigente de consideraciones adecuadas.

2. Estudiadas las normas objeto de acusación conforme a los textos vigentes de la Carta, tal como quedaron después de la reforma de 1968, conservan plena validez y en algunos casos se refuerzan todas y cada una de las consideraciones anteriormente expuestas y, en consecuencia, las conclusiones sobre exequibilidad de aquellas.

En efecto, limitado este examen a los principales preceptos constitucionales invocados por la Corte, se observa que:

a) Subsiste en su texto anterior, tal como venía desde 1936, el artículo 39 que permite al legislador disponer en general la revisión de los reglamentos de las empresas de servicios públicos;

b) En el artículo 76, sobre atribuciones del Congreso, se encuentra una versión más amplia de la antigua atribución décima, bajo el mismo número, que en lo esencial mantiene al legislador la potestad de regular el servicio público conforme a diversos preceptos constitucionales.

Bajo el numeral 15 se reproduce exactamente la antigua atribución del numeral 17, sobre regulación del sistema monetario.

El antiguo numeral 18, sobre organización del crédito público, de competencia de la ley en todos sus aspectos, quedó ahora involucrado en el numeral 22, que en lo pertinente enseña que corresponde al Congreso “Dictar las normas generales a las cuales deba sujetarse el Gobierno para los siguientes efectos: organizar el crédito público;. . . regular el cambio internacional y el comercio exterior. . . ” Como contrapartida, en el actual artículo 120, relativo a las facultades del Presidente, en su carácter de suprema autoridad administrativa, el numeral 22 establece que le compete, conforme a las leyes a que se refiere el ordinal 22 del artículo 76, “Organizar el crédito público;. . . regular el cambio internacional y el comercio exterior. . .

c) En el artículo 120, aparte del numeral 22 ya citado, se encuentra que el antiguo numeral 15, sobre inspección en los bancos de emisión y demás establecimientos de crédito y sociedades mercantiles, se divide en dos nuevas atribuciones al Presidente, así:

“14. Ejercer como atribución constitucional propia, la intervención necesaria en el Banco de Emisión y en las actividades de personas naturales o jurídicas que tengan por objeto el manejo o aprovechamiento y la inversión de los fondos provenientes del ahorro privado;

“15. Ejercer la inspección necesaria sobre los demás establecimientos de crédito y las sociedades mercantiles, conforme a las leyes”.

Vale la pena explorar aquí, antes de pasar al examen del nuevo artículo 32, el sentido de las innovaciones que la reforma de 1968 introdujo en el artículo 76, numeral 22, y en el 120 bajo los numerales 14, 15 y 22, ya citados.

3. La regulación del cambio exterior, que se deriva del principio de soberanía monetaria era, por lo tanto, de competencia del legislador, el cual directamente o a través de facultades al ejecutivo, ha ejercido siempre esa atribución que en el fondo no es más que la de fijar el valor de la moneda nacional en términos de la extranjera. Pero resultó claro que la simple voluntad de la ley no bastaba a ese propósito, pues a la larga dicho valor es más determinado, al menos en los hechos, por factores económicos como la demanda y oferta de divisas, -asunto íntimamente vinculado tanto a las facilidades internas de crédito y al volumen de los medios de pago, como al valor de importaciones y exportaciones y, en términos más generales, a las llamadas balanzas cambiaria y de pagos del país.

A partir de la crisis de 1930 hubo necesidad de adoptar el control de cambios, conjuntamente con el de importaciones, o limitaciones cuantitativas o cualitativas de análogo significado, tal como ocurrió entonces en todos los países. Entre nosotros ha sido frecuente apelar a dichos sistemas, casi siempre con carácter urgente, pero por razón de la competencia constitucional era preciso acudir a las decisiones del Congreso, que no siempre podía dictarlas con la prontitud requerida por las circunstancias, creando con ello ánimo de prevención en todos los medios, que entre tanto presionaban las escasas divisas. De ahí que el propio Congreso ensayara estatutos de tipo general, 4ue permitieran una regulación automática de los cambios o. una dirección más flexible por el Gobierno de esos asuntos y de los conexos del comercio exterior, tales como la Ley 1ª de 1959; empero en 1963 hubo que recurrir de nuevo a las facultades extraordinarias (art. 2o. de la Ley 21 de dicho año), y otra vez, mediante Ley 6a. de 1967, fue autorizado el Presidente para regular íntegramente el cambio y el comercio exterior.

De ahí también que el constituyente de 1968 decidiera, mediante los preceptos que se comentan, reservar al legislador sólo la competencia para expedir normas de tipo general, especie de leyes cuadros u orgánicas de la materia cambiaria y de comercio exterior, consistentes en esquemas o pautas de la política respectiva, dejando al Presidente la necesaria flexibilidad para disponer en cada caso .las medidas que las circunstancias hagan aconsejables a su juicio, dentro del marco de esa a manera de autorizaciones, permanentes conferidas por la ley.

b) En cuanto a política monetaria, mediante el numeral 14 del artículo 120 se fortalecen los poderes del Presidente de la República, a quien se otorga, corno atribución constitucional propia, la de intervenir, y ya no sólo inspeccionar, el Banco de Emisión, lo cual significa que todos los instrumentos de control y de dirección monetaria y de crédito que son consustanciales a la gestión del Banco Emisor deben operarse conforme a las regulaciones intervencionistas, constitucionalmente autónomas, del Presidente, para la planificación de la moneda. Al utilizar la denominación genérica del “Banco de Emisión”, se pensó tanto en eludir la mención directa del establecimiento que hoy cumple esas funciones, pues era impropio institucionalizar su existencia, como dejar sentado que aunque ellas se transfieran o encarguen a un nuevo organismo, la .intervención sigue siendo atributo del Presidente, y así consta en la historia de la norma que se comenta la cual contempla también cómo innovación muy trascendente, idéntica ingerencia en cualesquiera actividades que tiendan a captar, manejar ó invertir el ahorro privado.

Y conforme al numeral 15 del artículo; 120, se deja intacta en el Presidente la facultad de inspeccionar los demás establecimientos de crédito, conforme a las regulaciones dictadas por el legislador en otros aspectos.

4. El nuevo texto del artículo 32, en su inciso primero, dice:

“Se garantizan, la libertad de empresa y la iniciativa privada dentro de los límites del bien común, pero la dirección general de la economía estará a cargo del Estado. Este intervendrá, por mandato de la ley, en la producción, distribución, utilización y consumo de los bienes y en los servicios públicos y privados, para racionalizar y planificar la economía a fin de lograr el desarrollo integral”.

Para los propósitos de este fallo basta observar lo siguiente:

a) En cuanto consagra la libertad de empresa y de iniciativa privada, el texto afirma en forma clara el mismo principio constitucional que la doctrina y la jurisprudencia habían derivado de la enunciación inicial del primer inciso del artículo 39, que dice: “Toda persona es libre de escoger profesión u oficio”. Es de obvio entendimiento que no se priva así al Estado del ejercicio exclusivo de ciertas funciones o atributos suyos, consustanciales a su soberanía, o reservados a él mediante diversos preceptos de la Carta, como los relativos al sistema monetario, cambiario y de crédito, que si se prestan por los particulares no es por la vía de la libre iniciativa sino de la delegación o concesión del Estado. De la misma manera, no puede entenderse que el reconocimiento de la libre iniciativa haya terminado con los monopolios fiscales, los de sal o licores, por ejemplo, o autorizado la importación, fabricación y comercio de armas por los particulares.

b) De otra parte, se introduce en este artículo el precepto explícito de que la dirección general de la economía, aún de la privada, estará a cargo del Estado; y en desarrollo del espíritu del antiguo texto, en forma expresa la intervención se extiende claramente no solo a las empresas productoras de bienes, sino también a las de servicios públicos o privados.

Así ampliado el concepto intervencionista, el constituyente suprimió la prohibición que en el texto anterior, introducido en la reforma de 1945, vedaba al legislador investir al Presidente de facultades extraordinarias en esta materia. El derogar esa limitación no fue inadvertencia ni producto de apresuradas decisiones; por el contrario, fue propósito muy claramente consignado en la exposición de motivos del proyecto oficial de reforma y asunto de prolongado examen y finalmente de acuerdo casi unánime. Se encontró, en efecto, que no siempre era dable a la ley puntualizar, con la debida claridad y definición, las materias, procesos y etapas o el sentido y directrices de la intervención, especialmente cuando hubiere motivos de urgencia, y que resultaba preferible dejar al juicio del legislador la posibilidad de escoger entre las alternativas de dictar por sí mismo el estatuto intervencionista, o de autorizar al Presidente para expedirlo, dentro de las prescripciones del numeral 12 del artículo 76.

En estas condiciones, dentro del enfoque jurídico de la demanda, de que las normas acusadas constituyen actos de intervención, el cual no acepta la Corte según lo expuesto atrás, perdió también el soporté de que la intervención no podía decretarse por medio de facultades extraordinarias al Presidente. Y como la Corte no encontró que con aquellas se violaran otros preceptos constitucionales, habría que concluir por este extremo que son enteramente exequibles, pues deben examinarse a la luz de las nuevas prescripciones de la Carta.

En efecto, esta misma corporación, en sentencia de 21 de noviembre de 1946, en caso similar de demanda fundada en un precepto constitucional que, al proveerse de fondo, había sido sustituido por el constituyente, dijo: “Así, pues, la disposición constitucional invocada por el demandante no existe, por haber sido reemplazada con los textos que se dejan transcritos, preceptos que en ningún caso se oponen ni están en pugna con las disposiciones legales acusadas como inconstitucionales. Por consiguiente, no pueden ser declaradas inexequibles, ya que no existe fundamento alguno que lleve a esa conclusión. . . Si el precepto constitucional base de la demanda fue modificado por voluntad expresa del constituyente, es lógico que la solicitud dé inexequibilidad de las leyes acusadas debe resolverse de conformidad con los textos constitucionales que se hallen en vigencia, y de acuerdo con esto no hay razón para aceptar la petición. . . ” (Gaceta T. 62, págs. 7 y 8).

FALLO:

En mérito de lo expuesto, la Corte Suprema de Justicia, en Sala Plena, previo estudio de la Sala Constitucional, en ejercicio de la competencia que le otorga el artículo 214 de la Constitución Política y oído el concepto del Procurador General de la Nación,

RESUELVE:

Son exequibles el literal b) del artículo 5o. de la Ley 21 de 1963, en la parte demandada, y los literales a), b), c), d), e) y finalmente i) del artículo 6o. del Decreto Ley 2206 de 1963.

Publíquese, notifíquese, cópiese, insértese en la Gaceta Judicial y archívese el expediente. Transcríbase a los señores Ministros de Hacienda y Desarrollo Económico.

J. Crótatas Londoño — Humberto Barrera Domínguez — José Enrique Arboleda V. — Samuel Barrientos Restrepo — Juan Benavides Patrón — Flavio Cabrera Dussán — Ernesto Cediel Angel — José Gabriel de la Vega — Gustavo Fajardo Pinzón — Gerardo Cabrera Moreno — Conjuez — César Gómez Estrada — Edmundo Harker Puyana Enrique López de la Pava — Luis Eduardo Mesa Velásquez — Simón Montero Torres — Antonio Moreno Mosquera — Efrén Osejo Peña — Guillermo Ospina Fernández - Carlos Peláez Trujillo — Julio Roncallo Acosta — Ignacio Reyes Posada — Conjuez — Eustorgio Sarria - Hernán Toro Agudelo - Luis Carlos Zambrano. —

Eduardo Murcia Pulido

Secretario General