300Corte SupremaCorte Suprema300300200991930003618242331Enrique A. Becerra193018/11/19301930003618242331_Enrique A. Becerra_1930_18/11/1930300200971930
Luis María Holguín19300036182423311824 A 1847ORDINALES 2 Y 4 DEL ARTICULO 28 DE LA LAY 23 DE 1918Identificadores30030065224true1141189original30065248Identificadores

Norma demandada:  ORDINALES 2 Y 4 DEL ARTICULO 28 DE LA LAY 23 DE 1918


Corte Suprema de Justicia — Corte Plena—Bogotá, no­viembre diez y ocho de mil novecientos treinta.

(Magistrado ponente, doctor Enrique A. Becerra).

Vistos:

El doctor Luis María Holguín, en ejercicio de la acción popular que reconoce el artículo 41 del Acto legislativo número 3 de 1910, ha pedido se declaren inexequibles como inconstitucionales los numerales 2º y 4º del artículo 28 de la Ley 23 de 1918, orgánica del crédito público in­terno, disposiciones que son del tenor siguiente:

Numeral 2º. “Los capitales de las certificaciones actua­les se computarán como moneda de plata de 0’835 según lo dispuesto en el artículo 1º de la Ley 29 de 1904, y el artículo único de la Ley 9ª de 1905, y se reducirán a oro al tipo oficial del doscientos cincuenta por ciento. Las nuevas certificaciones se expedirán por la suma en oro que resulte de ese cómputo, prescindiendo de las fraccio­nes de peso.”

Numeral 4º. “Sólo se expedirán nuevas certificaciones a las entidades que subsistan cuando se haga el cambio, o a particulares reconocidos como usufructuarios en las respectivas sentencias de la autoridad civil o eclesiásti­ca, según el caso.”

Sostiene el demandante que estas disposiciones son violatorias del Concordato celebrado por el Gobierno con la Santa Sede y aprobado por la Ley 35 de 1888, y de los artículos 31 y 203 de la Constitución Nacional, y aduce como razones las que pueden sintetizarse así:

1º. Que la renta nominal perteneciente a las iglesias fue inscrita en 1880 y que constaba en certificaciones revalidadas y emitidas en este mismo año, no podía re­ferirse a la unidad monetaria que regía el año de 1868.

2º. Que las fundaciones laicales tampoco constan en tí­tulos emitidos conforme a la Ley de 1868, puesto que esos títulos emanaron de la Ley 60 de 1872 que los mandó emitir por haberles rebajado el interés.

3º. Que el patrón o unidad monetaria de plata estable­cido por la Ley 63 de 1867 fue sustituido por el patrón o unidad monetaria de oro por el artículo 1º de la Ley 79 de 1871.

Que este patrón monetario se conservó por la Ley 50 de 1872, y luégo por el artículo 670 del Código Fiscal de 1873, que regía a la época de la inscripción de la deuda a Favor de la Iglesia, en 1880, y en el momento de la reemisión y revalidación de las certificaciones antiguas.

4º.Que por virtud del artículo 22 del Concordato, el Go­bierno reconoció el valor de los bienes desamortizados que originan la renta nominal, según la inscripción hecha al entrar en vigor la Ley 86 de 1880, y que ese va­lor estaba representado en oro y no en plata, porque al dictarse esta Ley y al hacerse la correspondiente inscrip­ción, regía el Código Fiscal de 1873, que en su artículo 670 establecía como unidad monetaria “el peso de oro dividido en cien centavos, con peso de un gramo y 0,612 miligramos y a la ley de 0’900.”

5º. Que la inscripción de la acreencia eclesiástica im­plicaba el consiguiente contrato en que habría de entre­garse moneda, e implicaba igualmente la creación de las cuentas respectivas en las oficinas públicas; y que para estos casos tenía el Código Fiscal de 1873 las disposicio­nes siguientes:

“Artículo 693... En todo contrato en que haya de en­tregarse moneda, las expresiones peso o pesos se enten­derán siempre referentes a la unidad de oro...”

“Artículo 702... Las cuentas de las oficinas públicas continuarán llevándose en pesos y centavos de peso, se­gún la estimación dada a tales monedas por el presente Título.”

6º. Que cuando la Corte Suprema de Justicia declaró exequible el numeral 2º del artículo 28 de la Ley 23 de 1918, en el juicio promovido por el doctor José Antonio Patiño, no tuvo en cuenta estos antecedentes legales, sino que, por el contrario, consideró que las certificacio­nes de renta nominal habían sido expedidas con arreglo a la de crédito nacional vigente en 1868, afirmación del todo inexacta, según el acusador; y que como en esa épo­ca regía el sistema monetario consagrado en la respec­tiva Ley de 1867, cuyo patrón o unidad monetaria era el peso de plata de 0’900, no puede admitirse—dijo la Cor­te—que los capitales reconocidos en aquellas certifica­ciones, sean estimados en la actualidad por su valor no­minal en oro legal.

7º. Que el valor de las deudas públicas y privadas debe referirse a la moneda, existente al tiempo de su consti­tución; que el beneficio o demérito que en relación con los títulos de deuda consolidada pueden traer las altera­ciones de la unidad monetaria, los sufren las rentas que esos títulos producen, pero en ningún caso los capitales porque éstos son inalterables.

8º. Que no es verdad que las Leyes 29 de 1904 y 9ª de 1905 dispusieran que los capitales inscritos se computaran en plata de 0’835, como falsamente lo asevera el numeral 2º acusado.

9º. Que la acreencia eclesiástica a que se refieren los numerales acusados se inscribió bajo el patrón de oro de 1880, y que los otros capitales sobre los cuales reposan las fundaciones laicales de la deuda consolidada, cuando se inscribieron en su mayor parte (1861 y 1865), lo fueron en la mejor moneda de ese tiempo, que lo era la de pla­ta, por estar el oro depreciado entonces.

10. Que el Decreto número 104 de 19 de febrero de 1886, publicado en el Diario Oficial del mismo día, dice así en su artículo 1º.:

“Desde el día primero de mayo próximo la unidad mo­netaria y la moneda de cuenta de Colombia, será, para todos los efectos legales, el billete del Banco Nacional de un peso ($ 1).”

Y que si bien este .patrón; monetario se conservó hasta la expedición de la Ley 33 de 1903, que estableció como unidad monetaria el peso de oro de un gramo y 0,672 miligramos de peso y 0’900 de fino, el parágrafo del ar­tículo 1º de esta Ley precisamente hizo la salvedad que dice:

“Las obligaciones contraídas por el Gobierno antes de esta Ley por moneda de oro distinta de la que el presente .artículo establece, serán pagadas en la moneda en que se contrajeron.”

11. Que la Ley 23 de 1918 “no dice la verdad al aseve­rar que la 29 de 1904 y la 9ª de 1905 redujeron los capita­les, o autorizaron esa reducción, a plata de 0’835. La Ley 29 dijo:

“El pago de los cien mil pesos colombianos.....de que trata el artículo 25 del Concordato, lo mismo que los que tengan por origen el mismo Concordato (como la renta nominal del 4% —agrega el acusador—se harán en lo sucesivo en moneda de plata de 0’835, o su equivalente en papel moneda...”

Y la Ley 9ª de 1905 dijo:

“El pago de .la renta nominal correspondiente a.... se hará en los términos establecidos por la Ley 29 de 1904…”

12. Que estas Leyes no se refirieron a los capitales, ni podían referirse a ellos porque eran deuda consolidada de la cual no se paga sino la renta, conforme al artículo 2096 del Código Fiscal de 1873.

13. Que tan evidente es que la Ley 29 de 1904 no man­dó que los capitales fuesen reducidos que ellos no se re­dujeron en los libros del Estado en los catorce años si­guientes, y sólo vinieron a ¡serlo en virtud de la Ley 23 de 1918.

14. Finalmente, el demandante en la última parte de su exposición señalada con el nombre de Sexta Consi­deración, dilucida de manera erudita la difícil cuestión de si las obligaciones por dinero se solucionan mediante la moneda nacional existente en el lugar del pago a la época de éste, sin tener en cuenta las alteraciones o cam­bios de valor que esa moneda haya experimentado en­tre el día del contrato y el del pago; para concluir que ésta es la doctrina general, la regla, y que contra ella no prevalece sino una convención en contrario, siempre que esa convención sea legalmente eficaz.

El señor Procurador General de la Nación, a quien se dio traslado de la demanda anterior, emitió concepto en el sentido de que a la Corte, como entidad encargada de guardar la integridad de la Constitución, no le corres­ponde intervenir para decidir si la Ley 23 de 1918 viola la Ley 35 de 1888, porque siendo esta Ley aprobatoria de un Tratado público, celebrado por el Gobierno de la Re­pública con la Santa Sede, la cuestión que suscita la de­manda versa sobre incompatibilidad de una ley con otra, que constituye un pacto, o sea el Concordato; que los derechos y los deberes emanados de este pacto no tienen su origen en una ley civil, sino en estipulaciones de un contrato.

Hace presente también el señor Procurador que ya la Corte por Acuerdos números 3 y 4 de 1920, resolvió sobre la no inconstitucionalidad de varios artículos de la Ley 23 de 1918 y que, por consiguiente, no es fundado el car­go que formula el nuevo demandante.

Estando para discutir el proyecto presentado sobre la anterior demanda, el doctor Avelino Manotas, apoyado en el artículo 41 del Acto legislativo número 3 de 1910, demandó también la inexequibilidad de los numerales 2º y 4º del artículo 28 de la Ley 23 de 1918 y el artículo 1º de la Ley 29 de 1904.

Después de relatar el nuevo acusador los antecedentes de las disposiciones anteriores, desde el Decreto de 9 de septiembre de 1861, sobre desamortización, y la Ley 60 de 1872; sobre amortización de la deuda interna, alega que los dos numerales del artículo 28 de la Ley 23 de 1918 y el artículo 1º de la Ley 29 de 1904, son inconsti­tucionales por las razones siguientes, razones que en parte son las mismas de la primera acusación:

1º. Porque tanto en 1872, fecha en la cual se hizo la conversión ordenada por la Ley 60 de ese año, como en 1880, en que se emitieron de nuevo las certificaciones que habían sido expedidas de conformidad con dicha Ley 60, y perdido su valor legal por virtud de la cancelación or­denada por la Ley 8ª de 1877, la unidad monetaria de la República era el peso de oro; y siendo esto así, esas cer­tificaciones representaban pesos oro y no pesos plata, y menos papel moneda, y, por lo mismo, daban derecho a que sus intereses fueran pagados en oro.

Restablecido el patrón de oro por la Ley 33 de 1903, los artículos acusados, al establecer que los intereses di­chos se pagarán en plata de 0’835 y que los capitales de las. certificaciones en circulación se computaran como moneda de plata también de 0’835, desconocieron o vul­neraron el derecho de los acreedores a que esos intereses se les paguen en moneda legal del país, o sea en pesos, y no en moneda de plata que sólo equivale a un cuarenta por ciento de la primera, y que dicho sea de paso, nunca ha sido reconocida como unidad monetaria de la Repú­blica; y á que los capitales de las certificaciones en cir­culación se computen y estimen de igual manera.

2º. Porque lo dispuesto por los artículos acusados en­vuelve el desconocimiento de una parte de la deuda re­conocida por la República, no sólo por la Ley 86 de 1880 y luégo por el Concordato, sino también por el artículo 203 de la Constitución, que asimismo consagró ese reco­nocimiento de un modo expreso.

3º. Porque las Leyes 79 de 1871, artículo 5º, 50 de 1872, ar­tículo 13, y el Código Fiscal de 1873, artículo 693, estable­cieron que:

“En todo contrato de compraventa, arrendamiento y cualquiera otro en que haya de entregarse moneda, las expresiones peso o pesos, se entenderán siempre refe­rentes a la unidad de oro que establece este Título.”

Por su parte—continúa el acusador,—la Ley 59 de 1905 estableció lo siguiente:

“Artículo 10. Las obligaciones que se contraigan en moneda colombiana o en que no se exprese moneda de­terminada, se entenderán contraídas y serán pagadas en la moneda de oro de que tratan los dos artículos prime­ros de la presente Ley, o su equivalente en papel mone­da al tipo del cambio de cien pesos en papel moneda por un peso en oro.

“Artículo 15. En todo contrato en que haya de entre­garse moneda, las expresiones peso o pesos se entende­rán siempre referentes a la unidad de oro que establece esta Ley.

“Artículo 19. Las cuentas de las oficinas y estableci­mientos públicos continuarán llevándose en pesos y cen­tavos de peso en oro, según la estimación dada a tales monedas por la presente Ley.

“Artículo 22. Los presupuestos de rentas y gastos, tan­to nacionales como departamentales y municipales, se fijarán en la unidad monetaria que establece el artículo 1º de la presente Ley.”

De donde resulta—dice el acusador—que habiendo sido emitidas las certificaciones en circulación a la ex­pedición de las- Leyes 29 de 1904 y 23 de 1918, cuando en el: país regía el patrón de oro, las cantidades “en peso- o pesos” que ellas expresan, deben reputarse “pesos oro” y no pesos plata, ni menos pesos en papel moneda; y los intereses que devenguen los capitales que representan esas certificaciones deben pagarse en la moneda de oro….

4º. Porque el artículo 23 del Concordato establece que:

‘En caso de extinguirse alguna de las entidades indi­cadas, previo acuerdo entre la competente autoridad eclesiástica y el Gobierno, se aplicarán los productos que les correspondan a objetos piadosos y benéficos, sin con­trariar en ningún caso la voluntad de los fundadores.’ ”

Sostiene el acusador que “el derecho consagrado por esta; disposición ha sido desconocido por el ordinal 4º del artículo 28 de la Ley 23 de 1918, pues esta disposición, puesta en relación con el artículo 29 de la misma Ley, equivale a una eliminación de los capitales y de las ren­tas correspondientes, y no sólo contraría, sino que su­prime o anula de hecho la voluntad de. los fundadores de las respectivas entidades, cosa que no puede hacer la República por oponerse a ello el artículo concordatario transcrito.”

Respecto de esta demanda, el señor Procurador Ge­neral de la Nación insistió en los puntos de vista de su antecesor, en cuanto éste fue de concepto que a la Corte no le corresponde decidir las demandas anteriores, como entidad encargada de velar por la integridad de la Cons­titución, y que la cuestión que suscitan aquéllas ya está resuelta por la Corte, en Acuerdo número 3 de 1920, en que se falló la demanda de inexequibilidad de los dos numerales hoy acusados del artículo 28 de la Ley 23 de 1918. Por último, dice el señor Procurador lo siguiente:

“Pero si se admite, como pretende el demandante, que ese reconocimiento de la renta nominal en cuestión, no se hizo por el Concordato, sino por disposiciones legales anteriores, entonces es el caso de recordar que cuando se reconocieron y emitieron las primeras certificaciones, con arreglo a lo dispuesto en la Ley de 30 de junio de 1868, regía en la República el patrón de plata, según lo dispuesto en la Ley 73 de 24 de octubre de 1867, como muy acertadamente lo hace notar esa honorable Corte Suprema, en el Acuerdo número 3 de 20 de octubre de 1920 (ya citado).

“Y no hay razón alguna para sostener que el recono­cimiento se hizo por la Ley 60 de 1872, es decir, cuando ya regía el patrón de oro como unidad monetaria, como quiera que les artículos 9º y 10, que tratan de esa mate­ria, principian, respectivamente, así:

‘Continuará reconociéndose sobre el Tesoro la renta nominal,.... etc.’ y ‘continuará igualmente reconocién­dose sobre el Tesoro... etc.’, lo que sin lugar a duda demuestra que el reconocimiento primitivo era anterior.

“En resumen, concluye el señor Procurador, no ha ha­bido, por tanto, violación del artículo 31 de la Constitu­ción en las disposiciones acusadas; ni se ha desconocido en todo ni en parte la deuda exterior o interior de la Re­pública; ni es el caso de estudiar si se ha violado o no el Concordato celebrado con la Santa Sede, porque la Corte Suprema sólo puede ocuparse, en presencia como está, de las violaciones de la Constitución.”

A solicitud del último acusador y del señor Procura­dor General de la Nación, se acumuló esta demanda a la que tenía promovida el doctor Luis María Holguín y que se relacionó al principio de este fallo; acumulación que se decretó, por tratar ambas demandas sobre inexequi­bilidad de los numerales 2º y 4º del artículo 28 de la Ley 23 de 1918. Preparadas así las dos demandas, correspon­de a la Corte proceder a su estudio y para ello tiene en cuenta:

Ante todo debe verse si, como lo alega el señor Procu­rador General de la Nación, a la Corte no le corresponde en ejercicio de la acción popular que establece el artículo 41 del Acto legislativo número 3 de 1910, decidir si la Ley 23 de 1918 pugna con la Ley 35 de 1888, en cuanto ésta aprueba un tratado público que reconoce derechos a la autoridad eclesiástica, porque, según afirma el expresado funcionario, la intervención de la Corte está limitada al caso en que el acto acusado implique violación de la Constitución, no de una ley.

Un tratado público es un pacto que da nacimiento a de­rechos y obligaciones entre las partes que lo celebran y que se aprueba por medio de una ley, conforme al numeral 2º del artículo 76 de la Constitución. Si esos de­rechos son de carácter civil, están amparados por el ar­tículo 31 de la Constitución, y por consiguiente, cuando una ley viene a vulnerarlos, cualquier ciudadano puede, en ejercicio de la facultad que reconoce el artículo 41 del Acto legislativo número 3 de 1910, quejarse de esa vio­lación. Otra cosa ocurre cuando lo que se acusa es la misma ley que aprueba un pacto de esa clase, porque en­tonces siendo dicha ley el medio constitucional de que se sirve el Estado para aprobar el pacto, aquélla forma par­te en realidad de uno de los elementos esenciales del mis­mo pacto, y, por consiguiente, el estudio sobre validez o nulidad de esa ley no es de competencia de la Corte, en ejercicio de la facultad que le atribuye el Acto legisla­tivo de 1910.

Además, debe advertirse que las certificaciones “ac­tuales” de que hablan los numerales acusados del artícu­lo 28 de la Ley 23 de 1918, comprenden no sólo las pro­venientes de capitales en que tiene derechos la autoridad eclesiástica conforme al Concordato, sino las demás de que trata el numeral 1º del mismo artículo 28 de dicha Ley, que dice:

“1º. De acuerdo con las disposiciones vigentes sobre la materia, las certificaciones al diez por ciento (10 por 100) anual corresponden a los capitales nominales reconoci­dos a favor de la instrucción pública (Ley 110 de 1896); las del seis por ciento (6 por 100), a los capitales perte­necientes a establecimientos de beneficencia y caridad (artículos 1226 y 1227 del Código Fiscal de 1873); las del cuatro y medio por ciento (4% por 100), a los capitales de iglesias o fundaciones eclesiásticas (artículo 22 del Con­cordato, Ley 35 de 1888); las del tres por ciento (3 por 100), a los capitales nominales restantes que constituyen hoy la renta nominal común (artículo 2129 del Código Fiscal de 1873)”; hay que concluir que los derechos aquí reconocidos son civiles, y su amparo está realizado por la Constitución en su artículo 31.

Refiriéndose también, como en efecto se refieren las certificaciones “actuales” a rentas distintas de las que fueron materia del Concordato, hay acción popular contra las leyes que vulneran los derechos adquiridos por los dueños de esas rentas.

Dice también el señor Procurador General de la Na­ción que ya la Corte declaró en Acuerdo de veinte de oc­tubre de mil novecientos veinte—número 3—que no son inexequibles los numerales 2º y 4º del mismo artículo 28 de la Ley 23 de 1918.

Este Acuerdo se refiere al numeral 2º del artículo 28 de la Ley últimamente citada, pero no al numeral 4º, que es hoy también materia de la nueva acusación. De modo que hay que empezar por ver si lo resuelto en el expre­sado Acuerdo en orden al numeral 2º se opone a la de­manda que aquí se considera respecto del mismo nu­meral.

En la demanda fallada por el citado Acuerdo y que propuso el doctor José Antonio Patiño, se alegó que el numeral 2º del artículo 28 de la Ley 23 de 1918 entraña­ba “una expoliación de las tres cuartas partes de los ca­pitales” sobre le renta nominal reconocida por la Nación, y que, por consiguiente, es violatorio del artículo 31 de la Constitución, porque la Ley 29 de 1904 y la 9ª de 1905 no mandaron reducir los capitales sino únicamente la renta. En la actual demanda se invoca también la mis­ma disposición constitucional y aquel hecho, como se ve en el numeral 13 de la relación que precede. En el Acuer­do de 1920 declaró la Corte, fundándose en un informe que dio entonces a ella el señor Ministro del Tesoro, que el numeral 2º del artículo 28 de la Ley 23 de 1918 no el inconstitucional, porque habiéndose expedido las anti­guas certificaciones, según ese informe, de conformidad con la Ley 30 de junio (3 de junio debió decirse) de 1868, en que regía como unidad monetaria el peso de plata de 0’900, establecido anteriormente por las Leyes de 27 de abril de 1847 y 30 de junio de 1857, no era el caso de re­conocer, que los capitales de las certificaciones a que se refiere el numeral 2º del artículo 28 de la Ley 23 de 1918 deben estimarse en oro legal que rige hoy en Colombia.

Como en las demandas que han propuesto los doctores Holguín y Manotas se alegan nuevos motivos de inconstitucionalidad del numeral 2º tantas veces citado, la Corte estima que lo resuelto en aquel Acuerdo no se opone a que se considere y decida de nuevo el punto por el as­pecto que hoy lo presentan los acusadores.

Como se vio atrás, ellos sostienen que ni las certificaciones laicales, ni las de las iglesias fueron expedidas conforme a la Ley de crédito nacional que rigió en el país en el año de 1868, que era la de 3 de junio de ese año, como lo dice la sentencia de esta corporación, porque si bien todas las certificaciones sobre renta nominal se em­pezaron a emitir conforme a dicha Ley por capital, a di­ferencia de lo que disponía el Decreto de 9 de septiembre de 1861, que estableció títulos expresivos únicamente de renta, cuando regía como unidad monetaria del Estado el peso de plata a la ley de 0’900, esos títulos fueron can­celados por el artículo 4º de la Ley 33 de 1871, la que a su vez fue derogada por la Ley 60 de 1872, que mandó amortizar la deuda consolidada interna y dispuso que se expidieran nuevas certificaciones con rebaja al tres por ciento de interés de las que no pertenecieran a la ins­trucción pública, beneficencia y caridad, con forma ma­terial distinta de las certificaciones expedidas en cum­plimiento de la Ley de 3 de junio de 1868, como se ob­serva en la que uno de los demandantes presenta, expe­dida a favor de las rentas parroquiales de Popayán, del año de 1872; y porque las certificaciones que correspon­dían a la deuda eclesiástica, que habían sido totalmente canceladas por la Ley 8ª de 1877, fueron reemitidas en acatamiento a la Ley 86 de 1880; que tanto estos últimos títulos como los de las fundaciones laicales, eran los que existían al tiempo de la expedición de la Ley 23 de 1918, que en parte se acusa, y provienen de lo que estableció la Ley 60 de 1872, en que regía el peso de oro dividido en cien centavos, con un gramo seiscientos doce miligramos de peso a la ley de 0’900, según la Ley 50 de ese año, uni­dad monetaria consagrada por el Código Fiscal del año de 1873.

De modo que para decidir de la constitucionalidad o inconstitucionalidad del numeral 2º del artículo 28 de la Ley 23 de 1918, ante todo debe verse cuáles eran las ins­cripciones del capital de la deuda consolidada, de qué época arranca el reconocimiento de aquélla y cuál era entonces la moneda nacional del país.

Como dicen los acusadores, por medio del Decreto de 9 de septiembre de 1861 “el Gobierno adjudicó en pro­piedad a la Nación, por el valor correspondiente a la renta que producían a la fecha de dicho Decreto, calcu­lada como rédito al 6 por 100 anual, todas las propieda­des rústicas y urbanas, derechos y acciones, capitales de censos, usufructos, servidumbres u otros bienes, de pro­piedad de las corporaciones civiles o eclesiásticas y esta­blecimientos de beneficencia y caridad”; y para unifi­car el interés de esa deuda, el artículo 10 del expresado Decreto dispuso lo siguiente:

“Desde la publicación de este Decreto los censos que se rediman pertenecientes a las mismas corporaciones y los denominados capellanías, patronatos u obras pías, se consignarán en la caja de amortización en documentos de deuda pública consolidada interior o exterior o en deudas flotantes de cualquier denominación que sean, para reconocerlos en inscripciones o rentas al 6 por 100, guardando la proporción establecida por el Decreto orgánico del crédito nacional.” En seguida vino el Decreto orgánico que en detalles transcribe uno de los acusadores, y en 1868 la Ley de 3 de junio que mandó convertir los documentos de deuda pública y dispuso que se reconocie­ra una renta del 6 por 100 anual por capital de cien pesos de deuda consolidada (artículo 17). Por los artículos 8º y 10 de la misma Ley se reconocieron intereses a los vales de la renta nominal, y por los artículos 28 y 39 de aquélla se dispuso, respectivamente, que los documen­tos de deuda nacional se librarían a la circulación en la forma acostumbrada o en su defecto en la forma que es­tableciera el Poder Ejecutivo; y que éste formara un in­ventario de todos, de las obligaciones a cargo del Tesoro.

De modo que fue conforme a los reconocimientos e in­ventario ordenados en dicha Ley y a lo que venía consa­grado en leyes anteriores, como se determinaron los ca­pitales e intereses de los vales sobre renta nominal. Los acusadores reconocen que el artículo 17 de la expresada Ley vino a consagrar el reconocimiento de la deuda pú­blica por capital, y estableció que para la efectividad de la renta, cada documento de deuda tuviera un talón en que se expresase el valor, número, cantidad y denomi­nación del vale, como aparece del que el primer acu­sador presentó expedido en 1870, referente a la funda­ción de Gregorio Saa.

Pero de un lado alegan que la Ley anterior fue modi­ficada por la Ley 33 de 1871, y ésta y aquélla fueron dero­gadas por la Ley 60 de 1872, que estableció la amortización de la deuda pública y mandó expedir nuevas certi­ficaciones; y de otro, que los títulos de la deuda ecle­siástica, que habían sido cancelados por la Ley 8’ de 1877, fueron reemitidos por la Ley 86 de 1880, y que, por consi­guiente, para saber cuáles eran los capitales de las cer­tificaciones sobre renta nominal, hay que tener en cuen­ta únicamente la expresada Ley 60 de 1872 y la unidad monetaria que existía en el país en este último año.

No acoge la Corte este concepto, porque si bien es cier­to que la Ley 60 de 1872 derogó la de 3 de junio de 1868, sobre crédito nacional, y varió la forma material de los vales y certificaciones expedidos conforme a esta última Ley y la 33 de 1871, no dispuso que la de 1872 variara la inscripción de los capitales que se habían mandado in­ventariar antes como deuda consolidada y que se tuvie­ron en cuenta para expedir las nuevas certificaciones. Los acusadores sostienen que por cuanto las certifica­ciones expedidas conforme a la Ley 60 de 1872 rebajaron el interés que reconocían las anteriores, la obligación que por esta Ley contrajo el Estado es nueva y por consi­guiente debe reconocerse que los capitales de las certifi­caciones se inscribieron en oro y en la misma moneda deben pagarse los intereses o rentas, porque en esa época regía la unidad monetaria de oro.

A esto observa la Corte que la reducción del interés de una obligación, que fue lo que hizo la Ley citada, no im­plica novación de la obligación anterior en cuanto al principal, pues ese es un caso análogo al que prevé el ar­tículo 1705 del Código Civil, según el cual “cuando la se­gunda obligación consiste simplemente en añadir o qui­tar una especie, género o cantidad a la primera, los co­deudores subsidiarios y solidarios podrán ser obligados hasta concurrencia de aquello que en ambas obligaciones convienen.” De modo que en este caso las obligaciones que el Estado había contraído, en cuanto a capitales, quedaron en lo sustancial vigentes y no se renovaron por el hecho de habérseles reducido el interés que es una cosa accesoria, y por consiguiente debían reconocerse los capitales en la moneda legal que regía cuando fueron constituidas esas obligaciones.

Además, en los artículos 2º y 6º de la Ley 33 de 1871 se estableció lo siguiente:

“Artículo 2º. Las partidas descritas en los libros de la Dirección del Crédito Nacional en que conste que se hizo la emisión de certificaciones de censos sobre el Tesoro al cinco por ciento, en virtud de la Ley sobre arbitrios, de 31 de mayo de 1851, o de las certificaciones nomina­les sin cupones de que trata la Ley de 22 de junio de 1858, adicional a la de crédito nacional, servirán de compro­bantes suficientes para su conversión en renta nominal a favor de las fundaciones cuyos legítimos interesados no hayan podido o no puedan presentar dichas certificaciones, siempre que no resulte haberse efectuado la emisión de las mencionadas certificaciones de censo o certificaciones nominales, o que si tal emisión se ha ve­rificado, se compruebe que los documentos de crédito no han sido presentados antes a la conversión.

“Artículo 6º. El Poder Ejecutivo presentará al próximo Congreso una lista de los créditos nominales reconocidos en virtud de las Leyes de 31 de mayo de 1851; 22 de ju­nio de 1858, y del Decreto de 9 de septiembre de 1861, expresando:

“1º. Cuáles de dichos créditos han sido convertidos con­forme a las disposiciones de la Ley de 3 de junio, de. 1868, orgánica del crédito nacional.

“2º- Cuáles fueron ocupados por la Nación como perte­necientes a comunidades religiosas; y

“3º. Por cuáles de los reconocidos a favor de fundacio­nes particulares y desde qué fecha no se han librado ni se libran órdenes de pago de intereses por falta de títulos legítimos de los acreedores para cobrarlos.”

De estas disposiciones se deduce claramente que los capitales que debían tenerse en cuenta para expedir las certificaciones sobre renta eran los que venían inscritos en los libros de la Dirección del Crédito Nacional, con­forme a leyes anteriores, no sólo a la 33 de 1871, sino a la de 3 de junio de 1868; y tan cierto es que la Ley 60 de 1872 no varió la inscripción de esos capitales, que los ar­tículos 9º, 10 y 12 de ella dicen:

“Artículo 9º. Continuará reconociéndose sobre el Tesoro la renta nominal perteneciente a los establecimientos de instrucción, beneficencia y caridad, y sus intereses serán pagados, de los fondos comunes del Tesoro, en dinero efectivo y con la preferencia con que se cubren los gas­tos ordinarios de la Administración Pública.

“Artículo 10. Continuará igualmente reconociéndose sobre el Tesoro la renta nominal que no pertenece a los establecimientos de instrucción y beneficencia, a razón del tres por ciento anual; cuyo interés se pagará en di­nero efectivo, y con la preferencia con que se cubren los gastos ordinarios de la Administración Pública.

“Artículo 12. Las redenciones de censos en el Tesoro Público continuarán haciéndose conforme a las leyes vigentes sobre el particular a la fecha en que se expida la presente; y para los nuevos censos que quieran impo­nerse en el Tesoro, se consignará su valor íntegro en di­nero al tres por ciento anual.

“Parágrafo. En uno y otro caso se darán a quienes co­rrespondan las respectivas copias de las notas de ins­cripción-, para cobrar el interés sobre el Tesoro uniformemente al tres por ciento, si fuere de nueva imposi­ción; ya la rata establecida por la presente Ley, es decir, al seis para los establecimientos de instrucción, benefi­cencia y caridad; y al tres para las otras entidades, si procediere de redención.”

Si pues los capitales de las fundaciones, tanto laicas como eclesiásticas, que venían inscritos hasta la expe­dición de la Ley de 3 de junio de 1868, fueron los que se tuvieron en cuenta para continuar la expedición de las certificaciones sobre renta nominal de que habla la Ley 60 de 1872, no es la unidad monetaria establecida por esta Ley y la 33 de 1871, la que debe tomarse en cuenta también para saber en qué clase de moneda han de en­tenderse inscritos tales capitales, sino la unidad moneta­ria que regía en el país en el año de 1868, porque la expedición de los nuevos vales o certificaciones no era un reconocimiento distinto del que se había hecho al tiem­po de la incautación de los capitales, que era la fuente de la obligación del Estado. Por esa razón fue por lo que dijo la Corte en el Acuerdo número 3 de 1920, que no se podía admitir que los capitales de las certificaciones a que se refiere el numeral 2º acusado del artículo 28 de la Ley 23 de 1918, deben estimarse en moneda legal de oro que hoy rige en Colombia.

¿Y cuál era la unidad monetaria que regía en 1868

En cumplimiento de la Ley 10 de 15 de abril y del de­creto del mismo mes del año de 1863, quedó vigente en el país como unidad monetaria el peso de plata a la ley de 0’900 con el tipo, y forma del granadino, mandado acu­ñar por la Ley 8ª de 1847. En 1867 vino la Ley 73 de 24 de octubre, que estableció como unidad monetaria el peso de plata de veinticinco gramos, a la ley de 0’900, y reco­noció también como moneda nacional de forzoso recibo por su valor nominal, según el artículo 18 de la misma Ley, el medio peso, dos décimos y un décimo de peso a la ley de 0’835 de plata, y entre las monedas de oro na­cionales, el décimo de cóndor de un gramo seiscientos doce miligramos a la ley de 0’900.

De modo que en 1868 la unidad monetaria de la Nación era el peso de plata a la ley de 0’900. Siendo esto así y no habiéndose designado, en los reconocimientos de la deuda consolidada otra clase de moneda, debe entenderse que la palabra pesos allí usada es el peso de plata de 0’900, y no el peso oro como lo pretenden los deman­dantes.

Pero, los demandantes objetan que tanto las fundacio­nes laicales como las de origen eclesiástico, fueron reco­nocidas conforme a la Ley 60 de 1872, a pesar de lo que en contrario dijo la Corte en el Acuerdo de que atrás se habló, y que si bien las segundas fueron canceladas por la Ley 8ª de 1877, se volvieron a reconocer de acuerdo con la Ley 86 de 1880, bajo la, vigencia del Código Fiscal de 1873, en que regía como unidad monetaria de la Na­ción el peso de oro a la ley de 0’900; que el artículo 22 del Concordato celebrado con la Santa Sede en 1887, y aprobado por la Ley 35 de 1888, reconoció a perpetuidad y en calidad de deuda consolidada el valor de los censos redimidos en el Tesoro y de los bienes desamortizados pertenecientes a iglesias, cofradías, patronatos, capella­nías y establecimientos, de instrucción y beneficencia que hubiere sido inscrita en cualquier tiempo en la deuda pública de la Nación; que la Ley 33 de 1903, si bien cam­bió la unidad monetaria establecida por el Decreto nú­mero 104, de febrero de 1886, que era el billete del Banco Nacional; por el peso de oro de un gramo y 672 miligra­mos de oro, la misma Ley 33 dejó a salvo las obligacio­nes contraídas en moneda de oro distintas de la que ésta consagró para que se pagaran en la moneda estipulada. Que, por consiguiente, los capitales de una y otra deu­da deben computarse en oro y no en plata y menos en plata de 0’835, cómo dice el numeral 2º acusado del ar­tículo 28 de la Ley 23 de 1918, el cual por consiguiente está en abierta pugna con ese Tratado público y con el reconocimiento hecho en 1872, en que regía como unidad monetaria el peso de oro establecido por la Ley 50 de dicho año.

Ya se dijo atrás que el hecho de que la Ley 60 de 1872 variara la forma material de las certificaciones, no im­plicaba variación en el reconocimiento de los capitales que se había verificado conforme a las leyes que hasta entonces regían y en proporción a los cuales se vino pa­gando la renta. Es cierto que conforme a la Ley 86 de 1880 se volvió a reconocer la renta nominal a favor de las entidades de origen eclesiástico que había sido can­celada por la Ley 8ª de 1877, y que el artículo 22 del Con­cordato reconoció el valor de los censos redimidos en el Tesoro y de los bienes desamortizados pertenecientes a iglesias, cofradías, patronatos, capellanías y estableci­mientos de instrucción y beneficencia, regidos por la Iglesia en cualquier tiempo que hubiera sido inscrito; pero hay que tener en cuenta lo que a ese respecto esta­blece el artículo 1º de la Ley 86 de 1880, que dice:

“Se reconoce a cargo del Tesoro de la Unión, desde el 1º de septiembre de 1880, la renta nominal que antes de la Ley 8ª de 19 de marzo de 1877 se reconocía a favor de las iglesias, cofradías, patronatos y capellanías por la cantidad a que alcanzaban los reconocimientos en la fe­cha expresada, a razón de tres por ciento de interés anual.”

La frase “...por la cantidad a que alcanzaban los re­conocimientos en la fecha expresada...” está indicando que el reconocimiento hecho en la disposición transcrita fue con relación al valor -que tenían los capitales ins­critos de esas entidades con anterioridad a la Ley 8ª de 1877, y ya se vio que ese reconocimiento venía desde antes de la Ley de 3 de junio de 1868, cuando la unidad monetaria era el peso de plata a la ley de 0’900. De modo que al decir el artículo 22 del Concordato que se recono­cía el valor de los censos redimidos en el Tesoro y el de los bienes desamortizados, en cualquier .tiempo que hu­bieran sido inscritos, se refirió al tiempo de la inscripción de los respectivos capitales. Si en 1880 debía hacerse nueva inscripción de esos capitales, ésta era con relación al valor y moneda primitivos de ellos, y no al que se les diera o tuvieran en 1880.

Y no obsta a esta conclusión lo dispuesto por las Le­yes 75 de 1871, artículo 5º, 50 de 1872, artículo 13, y por el Código Fiscal de 1873, artículo 693, que determinaron la moneda de pago y refirieron las expresiones peso o pe­sos a la unidad monetaria de oro establecida con pos­terioridad al año de 1868; pues todas las argumentacio­nes del demandante caen por su base al considerar que la Ley 59 de 1905, en su artículo 33, vigente hoy por vir­tud de lo dispuesto en el artículo único del Decreto le­gislativo número 40 de 1906, declara que las obligacio­nes contraídas antes de que se estableciera en el país el curso forzoso, que no hayan sido aún cubiertas, lo mismo que las adquiridas en las regiones de la República en donde ha imperado de hecho el curso de monedas metá­licas o que deban tener su cumplimiento allí, y que tam­poco hayan sido aún cubiertas, se entenderán constituidas en las especies en que se contrajeron o en su equi­valente en papel moneda; y como en la fecha de las ins­cripciones de los capitales a que los demandantes se re­fieren, como ya se ha visto, era la moneda de plata de 0’900 la establecida, es incuestionable que la Nación no tiene porqué reconocer los capitales en moneda de oro.

Pero como se observó que sí hay menoscabo del dere­cho ya adquirido, por la diferencia establecida entre la moneda de plata de 01835 y la de 0’90.0, debe concluirse que el artículo 28 de la Ley 23 de 1918, en su numeral 2º, en cuanto dispone que los capitales de las certificaciones ac­tuales se computen en moneda de plata de 0’835 y no en la de 0’900, es contrario al artículo 31 de la Constitución.

El numeral 4º del artículo 28 de la Ley 23 de 1918 dice:

“Sólo se expedirán nuevas certificaciones a las entidades que subsistan cuando se haga el cambio o a los particulares reconocidos como usufructuarios en las respectivas senten­cias de la-autoridad civil o eclesiástica, según el caso.”

Consideran los acusadores que esta disposición viola el artículo 23 del Concordato celebrado entre la Santa Sede y el Gobierno de Colombia en 1887 y aprobado por la Ley 35 de 1888, que dice:

“Las rentas procedentes de patronatos, capellanías, co­fradías y demás fundaciones particulares, se reconocerán y pagarán directamente a quienes según las fundaciones particulares, .tengan derecho a percibirlas, o bien a sus apoderados legalmente constituidos. El pago se verifi­cará sin disminución, como en el artículo anterior, y co­menzará desde el próximo año de 1888. En caso de extinguirse alguna de las entidades indicadas, previo acuerdo entre la competente .autoridad eclesiástica y el Gobierno, se aplicarán los productos que les correspondan a objetos piadosos y benéficos, sin contrariar en ningún caso la voluntad de los fundadores.”

Además, estiman violatoria tal disposición de los ar­tículos 31 y 203 de la Constitución, y para demostrar el concepto en que tales violaciones se realizan, declaran:

“El derecho consagrado por esta disposición (la del Concordato) ha sido desconocido por el ordinal 4º del artículo 28 de la Ley 23 de 1918, pues esta disposición puesta en relación con el artículo 29 de la misma Ley, equivale a una eliminación de los capitales y de las ren­tas correspondientes, y no sólo contraría sino que supri­me o anula de hecho la voluntad de los fundadores de las respectivas entidades, cosa que no puede hacer la Re­pública por oponerse a ello el artículo concordatario transcrito.

“Agréguese a ello—continúan—que esa Superioridad ha sostenido como doctrina invariable que ‘es principio de Derecho público, que la Constitución y los tratados públicos son la ley suprema del país, y sus disposiciones prevalecen sobre las simplemente legales que les sean contrarias .aunque fuesen posteriores.’” (Gaceta Judicial número 1623, página 250)

La Corte considera:

Efectivamente, de los términos absolutos en que está concebida la disposición acusada, según los cuales “sólo se expedirán nuevas certificaciones a las entidades que subsistan cuando se haga el cambio...”, realmente se puede concluir, como lo hacen los actores, que se desco­noce el derecho establecido en el artículo 23 del Concor­dato, en favor de la autoridad eclesiástica, la cual en los casos de extinción de alguna de las entidades indicadas, puede, de acuerdo con el Gobierno, aplicar los productos que les correspondan a esas entidades extinguidas, a ob­jetos piadosos y benéficos, sin contrariar en ningún caso la voluntad de los fundadores. De esos mismos términos aparece la eliminación de los capitales y de las rentas correspondientes, desde luégo que ellos no contemplan ni hacen la salvedad a que el artículo 23 del Concordato se refiere, para él caso de extinción de dichas entidades, y dado que, según los términos del mencionado pacto, la extinción dicha no trae como consecuencia el desconocimiento de los capitales y las rentas correspondientes, sino el cambio de destinatario dentro del concepto de piedad y de beneficencia, y a pesar de esto la disposición acu­sada, de modo perentorio y categórico declara que sólo se expedirán certificaciones a las entidades que subsis­tan cuando se haga el cambio. De consiguiente, esta dis­posición, en cuanto tiene de absoluto y en cuanto no hace la salvedad de que se trata, no solamente viola el artículo 31 de la Constitución, sino que ataca también el artículo 36 de la misma, porque no solamente modifica el destino de las donaciones hechas para objetos de beneficencia, sino que lo desconoce.

La otra disposición acusada es el artículo 1º de la Ley 29 de 1904, que dice:

“El pago de los cien mil pesos en moneda colombiana de que trata el artículo 25 del Concordato, lo mismo que los que tengan por origen el mismo Concordato, se harán en lo sucesivo en moneda de plata a la ley de 0’835 milé­simos o en su equivalente en papel moneda, fijado por el Gobierno, según el precio que tenga en el mercado al tiempo de hacer el reconocimiento respectivo.”

Considera uno de los acusadores que esta disposición viola los artículos 31 y 203 de la Constitución: el prime­ro porque va contra el derecho adquirido que tenían los acreedores a que se les pagarán en oro los intereses o renta de los capitales que fueron desamortizados por el Decreto de 9 de septiembre de 1861 y reconocidos en 1872 y 1880, cuando regía como unidad monetaria de la Na­ción el peso de oro, y por consiguiente, esos intereses de­ben representar oro y no plata y menos papel moneda en 1904; porque la Ley 33 de este último año estableció como unidad monetaria el peso de oro de un gramo 612 miligramos, a la ley de 0’900, y el artículo 10 de la Ley 59 de 1905 dispuso que las obligaciones que se contraigan en moneda colombiana o en que no se exprese moneda determinada, se entenderán contraídas y serán pagadas en la moneda de oro de que tratan los dos artículos pri­meros de la misma Ley, o su equivalente en papel mo­neda al tipo del cambio de cien pesos en papel moneda por un peso en oro. Dice el acusador que con el nume­ral cuarto acusado se viola el artículo 203 de la Consti­tución, porque se desconoce también con aquél la deuda pública que la Nación ha reconocido y garantizan este precepto constitucional y el Concordato.

A dos especies de pagos se refiere el artículo 1º acusado de la Ley 29 de 1904: a los de que trata el artículo 25 del Concordato y a los demás que en él se reconocieron a las entidades regidas por la Iglesia. En cuanto al pago de que habla el artículo 25, la acusación es a todas luces infundada, porque en esta disposición se expresa que el reconocimiento de los cien mil pesos ($ 100,000) se haría en pesos colombianos, y como éstos en 1888 eran billetes del Banco Nacional, que era la unidad monetaria esta­blecida por el Decreto número 104 de 14 de febrero de 1886, aquel reconocimiento no se refirió ni pudo referir­se a pesos oro.

Y esta interpretación está de acuerdo con la ejecución que las altas partes contratantes le dieron al Concordato desde el primer acto de su cumplimiento, dado que todas las sumas que la Iglesia recibió, a partir del canje de las ratificaciones, fueron en papel moneda hasta el año de 1903, es decir, durante quince años.

Sin embargo, el mismo Congreso que expidió la Ley 33 de aquel año, teniendo en cuenta altas consideraciones de carácter religioso, de beneficencia y de orden moral, no menos que un justo deseo de que no se mermaran como habían venido mermándose en tantos años, las rentas de la Iglesia señaladas en el Concordato en moneda co­lombiana, y que por efecto de las ilimitadas emisiones de papel moneda habían llegado al diez mil por ciento des­pués de haber alcanzado el veinte mil por ciento, dictó la Ley 54 de 1903. Esta Ley fue de excepción, y en virtud del artículo 1º de ella se dispuso que se aumentase en la proporción de 1 a 40, por el tiempo que faltara de la vi­gencia económica de aquel año, la cantidad que debía pagarse a la Iglesia, con arreglo al Concordato y a la Ley adicional número 61 de 1894.

Por el artículo 3º dispuso lo mismo sobre la renta de los miembros de las extinguidas comunidades religiosas de que hacen mención los artículos 2135 del Código Fis­cal y 26 del Concordato.

Siguiendo este criterio de equidad se dictó el artículo 1º acusado de la Ley 29 de 1904, en que se dispuso pagar en moneda de plata de 0’835 milésimos esas deudas, o su equivalente en papel moneda al cambio fijado por el Gobierno, según el precio que tuvieran en el mercado al tiempo de hacer el reconocimiento respectivo. El pago en esta clase de moneda fue aceptado por la Convención Urrutia-Ragonessi de 1908, en que ya se dispuso (artícu­lo 1º), que los ciento diez y seis mil pesos ($ 116,000) a que entonces ascendían los cien mil pesos papel moneda au­mentados con el reconocimiento en moneda de 0’835, se pagarían en lo sucesivo en oro.

Pero el acusador cree que tal disposición, en cuanto dice que en la misma moneda de 0’835 milésimos se pa­garán las demás deudas reconocidas en el Concordato, es opuesta al reconocimiento que venía desde la Ley 60 de 1872, a que se refirió el establecido en 1880, en que regía la unidad monetaria de oro, o sea el peso de un gramo 612 miligramos, a la ley de 0’900.

El artículo 23 del Concordato no dice en qué moneda debía pagarse la renta de que allí se habla; y aunque la forma de las últimas certificaciones sobre renta nomi­nal viene establecida desde la Ley 60 de 1872, en que re­gía la unidad monetaria de oro, ya atrás se demostró que el reconocimiento de los capitales se hizo bajo el imperio de la Ley de 3 de junio de 1868, en que el peso de plata a la ley de 0’900 era la unidad monetaria, y por esto ese re­conocimiento debe apreciarse en esta clase de moneda.

No sucede lo propio respecto del pago de las rentas procedentes de esos mismos capitales, pues por virtud del curso forzoso y poder liberatorio del papel moneda, establecidos por los Decretos números 104 y 217 de 1886, tales billetes se estimaron equivalentes a moneda metá­lica, y bajo este régimen fue cuando se estipuló el pago de las rentas a que el Concordato se refiere; y como ya se ha visto, las partes contratantes entendieron que ta­les pagos debían hacerse en papel moneda, como en efec­to se hicieron en un lapso de quince años, hasta que la Ley 29 de 1904, en el artículo acusado dispuso que tales rentas procedentes del Concordato, se pagarán en mo­neda de 0’835 o en su equivalente en papel moneda, fija­do por el Gobierno según el precio que tenga en el mer­cado al tiempo de hacer el reconocimiento respectivo. De consiguiente, esta Ley al establecer como base del pago la moneda de plata de 0’835, no vulneró ningún derecho, pues al contrario, en vez del papel moneda equi­valente a la moneda metálica, determinó en favor de las instituciones o entidades que tenían derecho a recibir rentas, que éstas se pagarán en moneda de plata de 0’835 milésimos o su equivalente en billetes, favoreciéndolas de esta manera porque señaló una base superior para buscar la equivalencia.

Por las anteriores consideraciones, la Corte Suprema, reunida en Pleno, de acuerdo en parte con el concepto del señor Procurador General de la Nación, y adminis­trando justicia en nombre de la República y por autori­dad de la ley, resuelve:

1º. Es inexequible el numeral 2º del artículo 28 de la Ley 23 de 1918, en cuanto declara que los capitales de las cer­tificaciones actuales deben computarse en moneda dé Enlata de ochocientos treinta y cinco milésimos (0’835) y no en moneda de plata de novecientos milésimos (0’900) o su equivalente en moneda corriente, que fue la clase de moneda en que tales obligaciones se contrajeron por el Estado;

2º. Es inexequible el numeral 4º del mismo artículo 28 de la Ley citada, en cuanto desconoce el derecho con­sistente en la salvedad hecha por el artículo 23 del Concordato, para el caso de extinción de las entidades a quienes se pagan los productos de los capitales reconocidos;

3º. No son inexequibles las mismas disposiciones por los otros aspectos contemplados en las demandas, ni tampo­co el artículo 1º de la Ley 29 de 1904.

Cópiese y notifíquese; insértese en la Gaceta Judicial; envíese compulsa auténtica al señor Ministro de Gobier­no para los fines consiguientes, y oportunamente archívense las diligencias.

JUAN N. MENDEZ — Juan E. Martínez—José Miguel Arango—Enrique A. Becerra—Parmenio Cárdenas—Igna­cio González Torres—Germán B. Jiménez—Julio Luzardo Fortoul—Tancredo Nannetti—Carlos Arturo Díaz—Fran­cisco Tafur A.—Juan C. Trujillo Arroyo—Augusto N. Sam­per, Secretario en propiedad.

SALVAMENTO DE VOTO

de los Magistrados doctores José Miguel Arango, Par­menio Cárdenas, Tancredo Nannetti y Carlos Arturo Díaz.

Por dos razones estimamos que la Corte estaba en im­posibilidad legal de entrar a fondo en el estudio de las demandas a que se refiere el fallo.

Como primera de esas razones, transcribimos lo que anota el señor Procurador, cuando dice:

“A la Corte Suprema de Justicia no corresponde resol­ver, en esta oportunidad, si la Ley 23 de 1918 pugna con la 35 de 1888, en cuanto ésta reconoce derechos a la au­toridad eclesiástica, porque el artículo 41 del Acto legis­lativo número 3 de 1910 no le da jurisdicción sino para declarar inexequibilidad cuando el acto acusado impli­que violación de la Constitución, no de una ley.

“El artículo 31 de la Constitución manda:

‘Artículo 31. Los derechos adquiridos con justo título con arreglo a las leyes civiles por personas naturales o jurídicas, no pueden ser desconocidos ni vulnerados por leyes posteriores.’

“Cuando de la aplicación de una ley expedida por mo­tivos de utilidad pública resultaren en conflicto los dere­chos de particulares con la necesidad reconocida por la misma ley, el interés privado deberá ceder al interés pú­blico. Pero las expropiaciones que sea preciso hacer re­quieren plena indemnización con arreglo al artículo si­guiente.

“La violación del precepto transcrito se hace consistir en que por los ordinales 2º y 4º del artículo 28 de la Ley 23 de 1918, se vulneran derechos adquiridos conforme a la ley civil.

“Mediante el Concordato, la Santa Sede y el Gobierno solucionaron las diferencias originadas, principalmente, por la desamortización de bienes de manos muertas, y mediante él, el Estado se obligó a pagar determinadas su­mas a título de renta por los capitales (bienes de comu­nidades, capellanías, etc., etc.), tomados por el Gobier­no. Sentado lo anterior, estimo que los derechos y debe­res consignados en el Concordato no tienen su origen en una ley civil, sino en una estipulación contractual (Convenio de 31 de diciembre de 1887), y por tanto el desconocimiento de las obligaciones—que no corresponde calificar al Ministerio Público—que haga uno de los con­tratantes, no lleva violación de la Constitución, sino del contrato.”

La segunda razón es la de que ya la Corte, en fallo de fecha octubre veinte de mil novecientos veinte, había decidido acerca de lo que hoy es materia de las nuevas demandas, principalmente en lo relacionado con el nu­meral 2º del artículo 28 de la Ley 23 de 1918. Hoy no sólo se vuelve a decidir sobre la misma materia, sino que se llega a conclusiones contrarias a las consignadas en ese primer fallo, pues en éste, como se deduce de los mis­mos salvamentos de voto de los Magistrados Ramón Ro­dríguez Diago, Marceliano Pulido y Juan N. Méndez, se sentó distinta doctrina.

El primero de esos Magistrados dice:

“Pero como sí es un hecho innegable que a dichos ca­pitales se les ha mermado su valor por medio de la dis­posición acusada, pues constituidos cuando la ¡unidad monetaria era el peso de plata de 0’900, se les debe considerar hoy como monedas de plata de 0’835, lo que acu­sa una diferencia de 0’065 en cada peso, se ve claro que con la disposición acusada se violan derechos adquiridos con arreglo a leyes civiles...”

Y el segundo se expresa así:

“Al establecerse por el citado ordinal acusado que esos capitales computan en plata de 0’835 para reducirla a oro, es evidente, de toda evidencia, que ha habido una lesión de ese derecho en 0’065 de diferencia entre la mo­neda de plata de 0’900 y la de 0’835.”

En la sentencia que ahora se dicta, se dice: “pero como se observó que sí hay menoscabo del derecho ya adqui­rido por la diferencia establecida entre la moneda de plata de 0’835 y la de 0’900, debe concluirse que el ar­tículo 28 de la Ley 23 de 1918, en su numeral 2º, en cuan­to dispone que los capitales de las certificaciones actua­les se computen en moneda de plata de 0’835 y no en la de 0’900, es contrario al artículo 31 de la Constitución.”

De suerte que al hacerse ese reconocimiento y la con­siguiente declaración de inexequibilidad en la parte re­solutiva, se ataca, en nuestro concepto, lo que ya había sido materia de una sentencia que tiene la autoridad de la cosa juzgada.

Sin que valga alegar que “...como en las demandas que han propuesto los doctores Holguín y Manotas se ale­gan nuevos motivos de inconstitucionalidad del numeral 2º tántas veces citado, la Corte estima que lo resuelto en aquel Acuerdo no se opone a que se considere y decida de nuevo el punto por el aspecto que hoy lo presentan los acusadores,” porque entonces la firmeza y seguridad en los fallos sería letra muerta, pues basta, según esa doctrina, que los nuevos demandantes expongan distin­tas razones o motivos, aun cuando el origen, fundamen­to o causa sea la misma y una misma la disposición acu­sada y por un mismo concepto, para que por el mismo hecho haya lugar a abrirle camino a una nueva decisión y aun cuando ésta resulte en abierta pugna con las ante­riores, como sucede en este caso.

Y lo que es más grave, los actuales demandantes en ninguna de sus demandas, que hemos leído y releído cui­dadosamente, han solicitado la declaración a que nos re­ferimos y que hace oficiosamente el fallo; lo único que ellos han pedido es que el reconocimiento de los capita­les de las certificaciones se haga en oro y no en plata, pero ellos para nada piden; ni atacan en relación con el reconocimiento en moneda de plata de 0’835 o de 0’900, y seguramente no se ocuparon en sus demandas sobre esa cuestión, ya porque quizá hoy tiene el mismo valor, o ya porque ellos mismos consideraron que ese punto había sido materia del fallo anterior pronunciado por la Corte.

Bogotá, noviembre diez y ocho de mil novecientos treinta.

José Miguel Arango — Parmenio Cárdenas—Tancredo Nannetti — Carlos Arturo Díaz—Becerra—I. González T. Martínez—Méndez—Jiménez—Luzardo Fortoul—Tafur A. Trujillo Arroyo—Augusto N. Samper, Secretario en pro­piedad.