100Consejo de EstadoConsejo de Estado10030032589SENTENCIASala de lo Contenciosos Administrativonull1255196214/11/1962SENTENCIA_Sala de lo Contenciosos Administrativo__null_1255__1962_14/11/1962300325871962REGLAMENTOS CONSTITUCIONALES - Facultades del presidente de la República para desarrollar directamente la Constitución Nacional / POTESTAD REGLAMENTARIA DEL GOBIERNO - CA­SOS EN QUE EL EJECUTIVO PUEDE EJERCER LA La función adminis­trativa es la actividad dirigida a la ejecución de la ley, y, con mayor razón aún, la activi­dad dirigida a la ejecución de la Constitución en aquellos eventos en que ésta deba ser aplicada directamente por el Gobierno. Como el Poder Reglamentario es la consecuencia forzosa de la facultad de realizar el derecho consagrado en la Carta y en la ley, el Pre­sidente de la República ha de disponer necesariamente de la atribución de expedir regla­mentos constitucionales en todos aquellos casos en que tenga que ejecutar directamente el Estatuto Fundamental, y en los cuales sea preciso desarrollarlo para su adecuada aplicación. Es así como puede dictar reglamentos constitucionales: I. Para reglamentar el nombramiento y remoción de Agentes del Ejecutivo. II. Para regular la Educación Pública Nacional. Para cumplir la función de tutela del orden público, en los siguientes casos: a) Regla­mentando la policía en la órbita nacional y en todo aquello que afecte el orden públieo, salvo lo relativo a la unificación de los reglamentos de tránsito; b) Dictando reglamentos constitucionales que prohiban y sancionen hechos contravencionales; c) Reglamentando la aprehensión y detención de personas sospechosas de atentar contra el orden público; d) Dictando reglamentos tendientes a mantener el orden público y a restablecerlo donde fuere perturbado; e) Proveyendo reglamentos constitucionales sobre disposición de la fuer­za pública, en orden al mantenimiento, conservación y restablecimiento del orden público Para reglamentar directamente el ejercicio del derecho de reunión.
Sentencias de NulidadCarlos Gustavo ArrietaALBA INES ORDOÑEZ CALDERONDecreto 0631 de 1959Identificadores10030121860true1214699original30119988Identificadores

Fecha Providencia

14/11/1962

Sala:  Sala de lo Contenciosos Administrativo

Subsección:  null

Consejero ponente:  Carlos Gustavo Arrieta

Norma demandada:  Decreto 0631 de 1959

Demandante:  ALBA INES ORDOÑEZ CALDERON


REGLAMENTOS CONSTITUCIONALES - Facultades del presidente de la República para desarrollar directamente la Constitución Nacional / POTESTAD REGLAMENTARIA DEL GOBIERNO - CA­SOS EN QUE EL EJECUTIVO PUEDE EJERCER LA

La función adminis­trativa es la actividad dirigida a la ejecución de la ley, y, con mayor razón aún, la activi­dad dirigida a la ejecución de la Constitución en aquellos eventos en que ésta deba ser aplicada directamente por el Gobierno. Como el Poder Reglamentario es la consecuencia forzosa de la facultad de realizar el derecho consagrado en la Carta y en la ley, el Pre­sidente de la República ha de disponer necesariamente de la atribución de expedir regla­mentos constitucionales en todos aquellos casos en que tenga que ejecutar directamente el Estatuto Fundamental, y en los cuales sea preciso desarrollarlo para su adecuada aplicación. Es así como puede dictar reglamentos constitucionales: I. Para reglamentar el nombramiento y remoción de Agentes del Ejecutivo. II. Para regular la Educación Pública Nacional. Para cumplir la función de tutela del orden público, en los siguientes casos: a) Regla­mentando la policía en la órbita nacional y en todo aquello que afecte el orden públieo, salvo lo relativo a la unificación de los reglamentos de tránsito; b) Dictando reglamentos constitucionales que prohiban y sancionen hechos contravencionales; c) Reglamentando la aprehensión y detención de personas sospechosas de atentar contra el orden público; d) Dictando reglamentos tendientes a mantener el orden público y a restablecerlo donde fuere perturbado; e) Proveyendo reglamentos constitucionales sobre disposición de la fuer­za pública, en orden al mantenimiento, conservación y restablecimiento del orden público Para reglamentar directamente el ejercicio del derecho de reunión.

CONSEJO DE ESTADO

SALA DE LO CONTENCIOSO ADMINISTRATIVO

Consejero ponente: CARLOS GUSTAVO ARRIETA

Bogotá, D. E., catorce (14) de noviembre de mil novecientos sesenta y dos (1962)

Radicación número: 1255

Actor: ALBA INES ORDOÑEZ CALDERON

Demandado: GOBIERNO NACIONAL

Referencia: Decretos del Gobier­no.

El Decreto 0631 de 3 de marzo de 1959, "por el cual se dictan disposicio­nes sobre el derecho de reunión", dice así:

El Presidente de la República, en uso de la facultad que le confiere el ordinal 3° del artículo 120 de la Constitución Nacional, y

CONSIDERANDO

Que el artículo 46 de la Constitución consagra el derecho de reunión en los siguientes términos: "Toda parte del pueblo puede reunirse o congregarse pací­ficamente. La autoridad podrá disolver toda reunión que degenere en asonada o tumulto, o que obstruya las vías públicas"; y

Que es necesario adoptar medidas para garantizar el derecho de reunión en la forma expresada en el artículo transcrito.

DECRETA

Artículo 1° Las personas que quieran organizar manifestaciones, reuniones o desfiles en lugares públicos, deberán dar aviso de su propósito a los Alcaldes con dos días de anticipación por lo menos, indicando la fecha, lugar, ruta y hora de la reunión.

Artículo 2° Con el fin de conciliar el derecho de reunión con la seguridad de los asociados y con el derecho de libre tránsito por las vías públicas, los Alcal­des podrán señalar, cuando lo consideren necesario, otro u otros sitios de los indica­dos en el aviso, o vías distintas para la realización de desfiles, pero sin que ello implique denegación del derecho de reunión o alteración de tal carácter que haga imposible su ejercicio.

Artículo 3º Las autoridades de Policía disolverán las reuniones o desfiles que degeneren en asonada o tumulto o que se verifiquen en sitios distintos de los que se hayan señalado, o si no se hubiera dado el aviso con la anterioridad y en los términos del artículo 19 de este Decreto.

Artículo 4° Este Decreto rige desde la fecha de su expedición.

Por estima que el ordenamiento transcrito infringe los artículos 2°, 20 y 120, numeral 3o, de la Constitución, Alba Inés Ordóñez Calderón de­mandó su ntflidad y solicitó la suspensión provisional. Considera la actora que la potestad reglamentaria se le ha concedido al Presidente de la Re­pública para que expida los decretos necesarios en orden a la ejecución de las leyes, pero que no puede ejercerla para desarrollar la Constitución. Esa función corresponde exclusivamente al legislador. Como las autoridades sólo pueden hacer aquello que les está expresamente permitido, y al Gobierno no se le ha otorgado atribución para expedir ordenamientos como el que se acusa, el decreto adolece del vicio de nulidad por incompetencia. La Car­ta garantiza el derecho de reunión, y a los funcionarios sólo corresponde disolver las que degeneren en asonada o tumulto, pero no proveer por vía general y abstracta. El ejecutivo se extralimitó en el ejercicio de sus facul­tades, ya que únicamente tiene el poder de reglamentar las leyes y disposi­ciones administrativas.

En la decisión que negó la suspensión provisional, el Consejero sustanciador formuló una serie de interrogantes en relación con la materia con­trovertida para llegar a la conclusión de que la medida solicitada era im­procedente. Sugirió igualmente la tesis de que el Presidente de la República sí está autorizado, en algunos casos, para desarrollar directamente la Cons­titución, pero dejó para la sentencia definitiva la estructuración de esa doc­trina. El pensamiento fue acogido implícitamente por el señor Fiscal Se­gundo del Consejo de Estado, quien en un acertado estudio de fondo se es­presa de la siguiente manera:

No ha hecho la norma constitucional transcrita diferencia entre la ley or­dinaria o común y la super ley que es la norma constitucional. En sentido lato, tan ley es una de carácter ordinario como la Constitución, y dentro de este con­cepto queda comprendida tanto la una como la otra. Si se lee con la debida aten­ción el decreto que ha sido motivo de la acusación, este no hace cosa distinta a la de dar vida práctica al precepto contenido en el artículo 46 de la Codifica­ción Constitucional que consagra el derecho de reunión o congregación. Por me­dio de dicho acto se hace eficaz y operante el precepto constitucional.

La Constitución es un contenido de normas genéricas que el legislador debe desarrollar para que sean operantes sus preceptos. En tratándose del derecho de reunión, que es el caso a que se refiere el decreto del Ejecutivo, no debe olvidar­se que la tarea primordial y muy difícil de todo Gobierno es la de la conser­vación del orden público. Y función esencial del Jefe del Gobierno entre nosotros es la de conservar en todo el territorio el orden público, y restablecerlo donde fuere turbado. Así lo consagra el ordinal 7º del artículo 120 de la Codificación Constitucional.

Agrega el señor Agente del Ministerio Público que el legislador jamás ha dictado normas sobre el derecho de reunión, porque esa clase de medi­das son de la competencia del Ejecutivo, aunque ello no excluye la posi­bilidad de que el Congreso se ocupe de la materia. Apoya sus conceptos en la sentencia de 13 de noviembre de 1928, dictada por la Corte Suprema de Justicia, y concluye solicitando que se rechacen las súplicas de la demanda, por considerar que el Gobierno sí tiene facultades para expedir decretos como el acusado.

CONSIDERACIONES DE LA SALA

La controversia gira en torno de estos puntos concretos: ¿Está inves­tido el Presidente de la República, en estos casos, de los poderes jurídicos necesarios para desarrollar directamente la Constitución Nacional En caso afimativo, ¿puede expedir reglamentos sobre el derecho de reunión

Nuestra organización institucional se apoya en el principio de que el Poder Público es uno. No existen tres potestades soberanas, autónomas y absolutamente independientes, sino tres manifestaciones distintas de la misma actividad estatal. La Constitución establece un Poder Público uni­tario, pero lo atribuye, sin fraccionarlo en su estructura interna, a órganos diferentes. El Poder Público es el mismo cuando legisla, cuando administra y cuando juzga. Hay, pues, una unidad sustancial dentro de una multipli­cidad de funciones y de ramas. Pero con la finalidad de mantener el equi­librio institucional y de conservar el funcionamiento ordenado del estado de derecho, el Estatuto Fundamental consagra el principio de la separación de los órganos y de las actividades, en la forma que se estudiará a conti­nuación.

LA FUNCION LEGISLATIVA

A manera de cláusula general de competencia, en la Constitución Nacional se atribuye al Congreso la facultad de hacer las leyes. El principio se complementa con una enumeración de materias (artículo 76), y se adi­ciona en múltiples disposiciones dispersas del mismo estatuto. La doctrina admite, además, que en tales ordenamientos no están comprendidos en su totalidad los asuntos susceptibles de regulación legislativa y que, en con­secuencia, las Cámaras pueden estatuir sobre otros negocios de la misma naturaleza, aunque no exista texto expreso que las autorice.

No obstante, los poderes jurídicos del Congreso están limitados, de una parte, por la prohibición de legislar sobre materias correspondientes a la órbita de competencia de otros órganos del Poder Público (artículo 78, numeral 2o), y de la otra, por las atribuciones privativas conferidas al Presidente de la República. Estas restricciones son apenas la consecuencia ne­cesaria del sistema rígidamente presidencial adoptado en la Constitución del 86. ¿Cuáles son los asuntos que la Carta asigna a la Rama Administra­tiva de manera excluyente y cuáles los poderes del Gobierno en orden a su regulación En los apartes siguientes se fijará el criterio de la Sala.

LA FUNCION ADMINISTRATIVA

Muy cara a los tratadistas alemanes es la expresión de que en la ley se formula el pensamiento del Estado y en el acto administrativo se realiza ese pensamiento. Se admite así que la función ejecutiva es la actividad del Poder Público dirigida a la aplicación de la ley. En esa proposición se señala su ámbito propio. Aunque la idea ha tenido un cierto valor universal, el derecho público moderno le ha dado un mayor alcance del que originalmente tenía. Los autores franceses especialmente, en vista del movimiento re­novador que se inició ten 1946 y que culminó en la reforma constitucional de 1958, han rectificado notoriamente sus antiguas tesis y han ampliado sus concepciones sobre la función administrativa, al aceptar que el Gobier­no no sólo ejecuta la ley, sino también la Constitución y que, en consecuencia, puede reglamentar esta última.

Dadas las características de nuestro sistema institucional, la Constitu­ción es la suprema norma de derecho. Es la ley fundamental, la ley de leyes, la ley por excelencia, categorías protegidas por vía de acción y por vía de excepción. A ella están necesariamente sujetos los estatutos inferio­res y de ella derivan su legitimidad. De allí que si se entiende que la fun­ción administrativa es la actividad dirigida a la ejecución de la ley, ha de ser también y, aún con mayor razón, la actividad dirigida a la ejecución de la Constitución en aquellos eventos en que ésta deba ser aplicada direc­tamente por el Gobierno. Y como el poder reglamentario es la consecuen­cia forzosa de la facultad de realizar el derecho consagrado en la Carta Política y en la ley, el Presidente de la República ha de disponer necesaria­mente de la atribución de expedir reglamentos constitucionales en todos aquellos casos en que tenga que ejecutar directamente el Estatuto Funda­mental y en los cuales sea preciso desarrollarlo para su adecuada aplica­ción, de la misma manera que puede hacerlo con relación a la ley. La si­tuación es la misma, y el régimen de derecho ha de ser idéntico.

¿Cuáles son esos casos En la Constitución se expresa que el Presiden­te de la República es la "suprema autoridad administrativa" de la Nación y que, como tal, ejercita todas las atribuciones relacionadas en el artículo 120. En esa enumeración de funciones aparecen algunas que tiene que de­sempeñar con arreglo a la ley, y otras que cumple sin ese requisito. Entre las primeras figuran las facultades administrativas propiamente dichas, y entre las segundas se encuentran aquellas otras que, por razón de su natu­raleza o de circunstancias históricas especiales, tienen el carácter de atri­buciones político administrativas.

Con relación a las materias del primer grupo, el Congreso puede legis­lar libremente, y al Gobierno sólo corresponde ejecutar aquellos ordena­mientos y reglamentarlos para su adecuada aplicación. Los decretos que en ese sentido se expidan han de ajustarse necesariamente a los mandatos de la respectiva ley. El campo de la función reglamentaria, en tales eventos, será tan amplio o restringido como lo exija la necesidad de realizar en su plenitud el estatuto desarrollado (Sentencia de 10 de octubre de 1962, dic­tada en el juicio de Víctor Domínguez Gómez con la ponencia del Consejero Carlos Gustavo Arrieta). Pero en cuanto se refiere a las materias del se­gundo grupo, la interpretación de las normas se torna más compleja. Allí aparecen enumeradas algunas funciones susceptibles de regulación legal, otras que excluyen toda posibilidad de desarrollo por la ley o por el regla­mento en razón de que se ejercitan discrecionalmente, y unas pocas que sólo pueden desenvolverse por medio de reglamentos constitucionales. Estas últimas son las que interesan para efectos del estudio que se adelanta y, por lo tanto, la Sala se ocupará de ellas, analizando algunos ejemplos.

Nombramiento y remoción de agentes. La Constitución Nacional con­fiere al Presidente de la República la atribución de designar y separar li­bremente a los Ministros, Jefes de Departamentos Administrativos y Go­bernadores, y a éstos la de designar los Alcaldes, El sistema se complementa con la regla general de que el Presidente tiene, en todo caso, la facultad de libre nombramiento y remoción de sus agentes (artículo "120, numerales 1°, 4° y 5° in fine). Tales materias pertenecen, pues, a la esfera de compe­tencia privativa del Jefe del Gobierno. Ciertamente que antes de la en­mienda constitucional plebiscitaria, esas funciones no admitían la posibi­lidad de una reglamentación, porque se ejercitaban con absoluta discrecionalidad. Pero después de la reforma las circunstancias han cambiado. El Presidente de la República conserva su autonomía en la escogencia de sus agentes nacionales, departamentales y municipales (esta última la ejerci­ta a través de los Gobernadores), pero la independencia de que goza está limitada por la necesidad de realizar plenamente el mandamiento consti­tucional sobre la paridad política.

La doctrina sobre la competencia privativa del Presidente de la Re­pública para regular directamente y sin la intervención del Cuerpo Legisla­tivo el sistema de nombramiento y remoción de los agentes del Ejecutivo, que no de los empleados administrativos propiamente dichos, se apoya en dos principios básicos de nuestra organización institucional: el de la cen­tralización política y el del régimen presidencial. Ambos se traducen, en relación con la materia analizada, en una negación de facultades al Con­greso para intervenir en cualquier forma en la escogencia del personal di­rectivo de la Administración Pública, y en una atribución de poderes cons­titucionales especiales al Jefe del Gobierno para ejercitar libremente esa función, poderes no condicionados por la ley.

El sistema se estructuró desde la base 15 aprobada por el Consejo de Delegatarios y sometida al plebiscito de las municipalidades, en la cual se dijo: "Por regla general, los agentes del Poder Ejecutivo serán de su libre nombramiento y remoción". En ese acuerdo previo, a la vez que se excluía al Congreso de toda posibilidad de participar en la designación de los Mi­nistros, Gobernadores y Alcaldes, y de todo intento de regular el sistema de escogencia de tales funcionarios políticos, se consagró provisionalmente el principio general de competencia de que sólo al Organo Administrativo corresponde el ejercicio de esa función.

Aquella idea fundamental se desarrolló en el texto de la enmienda constitucional en el sentido de atribuir al Presidente de la República, como suprema autoridad administrativa, la facultad de nombrar y separar "li­bremente" los Ministros y los Gobernadores, y a éstos últimos la de desig­nar los Alcaldes, función que ejercitaban y aún ejercitan en su calidad de agentes del Ejecutivo y sometidos al control del Gobierno Central. No hay en el Estatuto del 86 un solo texto que explícita o implícitamente autorice al Congreso para legislar sobre tales materias, ni podía haberlo, en razón de que ello habría implicado la negación del sistema rígidamente presiden­cial adoptado en la reforma. Precisamente por ese motivo, y a fin de elimi­nar cualesquiera dudas o vacilaciones sobre el alcance de los preceptos, se estableció, de manera tan clara que no ofrece oportunidad a equívocos de naturaleza alguna, la prohibición al Congreso de inmiscuirse por medio de resoluciones o de leyes en asuntos de la privativa competencia de otros ór­ganos (artículo 78, numeral 2°). Así, pues, la zona vedada para aquella cor­poración no sólo comprendía y comprende lo relativo a la escogencia del personal de agentes en cada caso particular, sino también todo lo relaciona­do con la expedición de normas para efectos de regular, en forma objeti­va, impersonal y abstracta, el régimen jurídico de los nombramientos y remociones.

El sistema, tal como fue estructurado en el 86, ha permanecido sin al­teración alguna a pesar de las múltiples reformas introducidas al Estatuto Fundamentaren la presente centuria, hecho que reviste especial trascen­dencia en razón de que implica la ratificación del criterio adoptado por el Consejo de Delegatarios en la base 15 y en el texto de la enmienda. Esa organización jurídica, en cuanto se relaciona con los poderes constitucio­nales del Congreso, no ha sido alterada en ninguna forma portel plebisci­to del 57. Allí no aparece una sugerencia que permita pensar en una amplia­ción de las facultades correspondientes al Organo Legislativo, en orden a regular el sistema de nombramiento y separación de los agentes del Ejecutivo.

La enmienda constitucional plebiscitaria sí tocó, en cambio, las potes­tades que la Carta reconocía al Presidente de la República, pero no para sustraerle, total o parcialmente, la función de seleccionar sus inmediatos colaboradores o de reglamentar el régimen de designación, sino en lo rela­tivo al grado de autonomía para ejercitar aquellas atribuciones privativas. Dentro del sistema jurídico anterior, el Jefe del Gobierno nombraba sus agentes inmediatos con absoluta libertad, si es que en el campo del dere­cho se puede hablar de valores absolutos. Era una facultad típicamente dis­crecional que, en razón de esa característica, repelía todo intento de regu­lación. Dentro del nuevo régimen, la antigua libertad absoluta se trocó en libertad relativa y condicionada, pero sólo por uno de sus aspectos: el de la obligación de dar participación igualitaria a las dos colectividades histó­ricas en la designación de los agentes.

Ciertamente que la escogencia de ese personal ha de hacerse tomando en consideración la representación de los partidos en las Cámaras, a fin de que las distintas esferas de la Rama Ejecutiva reflejen equilibradamente la composición política de aquellas corporaciones, pero ello no significa que se otorgue al Cuerpo Legislativo función alguna de control sobre los nombramientos y remociones, ni que se le concedan potestades para regu­lar tales actividades. El Congreso, en estas materias, no desempeña papel distinto que el de servir de base para indagar su composición política y, consecuencialmente, la que debe tener el Organo Administrativo en sus es­feras directivas, pero sin que ello le confiera derecho alguno a expedir le­yes sobre el particular. El Parlamento, ante la designación de los agentes ejecutivos, tiene que asumir una actitud pasiva y estática, en tanto que el Presidente de la República adopta una posición activa y dinámica.

Consecuencia forzosa de las premisas anteriores, es la de que en aque­llos eventos en que sea necesario desarrollar el ordenamiento constitucio­nal sobre la paridad política para efectos de su adecuada aplicación, al Presidente de la República corresponde, de manera exclusiva, la función de expedir tales estatutos. Esta doctrina, como es lógico suponerlo, sólo toca con el sistema de nombramientos y remociones de los agentes del Eje­cutivo, que no con el régimen de designación y separación de los funciona­rios incorporados a la Carrera Administrativa, cuya regulación correspon­de privativamente al Congreso.

Reglamentación de la Educación Nacional. No obstante la unidad reli­giosa que siempre ha existido en el país, los partidos políticos adoptaron en la pasada centuria posiciones definidas y opuestas sobre la libertad de conciencia, de cultos y de enseñanza. Estos problemas fueron motivos de agudas y apasionadas controversias entre las dos colectividades históricas, y llegaron a cobrar tanta trascendencia que desbordaron los limites de lo meramente administrativo para convertirse en cuestiones político adminis­trativas. Reflejo fiel de ese ambiente de pugnacidad fueron los mensajes cruzados entre el Presidente de la República y el Consejo de Delegatarios, en los cuales se da especial importancia a esas materias para efectos de su regulación en el nuevo estatuto constitucional.

De allí que entre los puntos fundamentales sometidos al plebiscito de las municipalidades, figurara la base 5a de la nueva Carta Política, en la cual se decía:

La instrucción pública oficial será reglamentada por el Gobierno Nacional, gratuita pero no obligatoria.

La importancia que se les dio a las bases y la incidencia que el punto 5o tuvo en el desarrollo ulterior de la reforma, se pueden apreciar a través de las discusiones habidas en el seno del Consejo de Delegatarios. En la sesión del 17 de marzo de 1886, y en momentos en que se trataba de la posibilidad de apartarse de aquellos acuerdos previos, el señor Caro se expresó en los siguientes términos que revelan claramente los propósitos de los constituyentes:

Convinimos en someter las bases de la reforma a un plebiscito municipal. El voto de la Nación, solicitado en esa forma, se ha pronunciado uniforme y solemne. Nuestro primer deber es inclinarnos ante el mandato imperativo que la Nación nos ha conferido. Estamos obligados a edificar sobre las bases establecidas; a res­petar su espíritu, su verdadera y genuina significación.

Don José María Samper, al referirse a las materias educacionales, se expresó así:

¿No tenemos a la vista la 5° base de las acordadas por esta misma corpora­ción Ella nos dice: "La instrucción pública oficial será reglamentada por el Go­bierno Nacional, y gratuita pero no obligatoria". Esta base ha tenido ya la acep­tación del pueblo colombiano, y nosotros no podemos violarla de ninguna ma­nera, so pena de faltar a nuestros deberes y de viciar la Constitución.

Los antecedentes relatados tienen importancia capital para medir el alcance del precepto, tal como quedó en la Carta del 86 y como aparece en la actual codificación constitucional. El pensamiento consagrado en la base 5° de la reforma se desarrolló en su plenitud en el antiguo numeral 15 del artículo 120, y en el artículo 41, normas que rezaban así:

Corresponde al Presidente de la República, como suprema autoridad adminis­trativa: ...14. Reglamentar, dirigir e inspeccionar la instrucción pública nacional.

41. La educación pública será organizada y dirigida en concordancia con la Religión Católica. La instrucción primaria costeada con fondos públicos será gratuita y no obligatoria. V

Estos ordenamientos del antiguo estatuto, unidos al principio consa­grado en la base 5a, a la importancia política que en la época se daba a las materias educacionales, y a la circunstancia, muy elocuente por cierto, de que en la Carta del 86 no se aprobara disposición alguna que directa o indirectamente otorgara facultades al Congreso para legislar sobre tales asuntos, son elementos de juicio para valorar el alcance de la enmienda. Al Gobierno se le investía de los poderes necesarios para regular la edu­cación pública nacional por medio de reglamentos constitucionales, pero con la limitación de orientarla de acuerdo con la Religión Católica y de prestar la primaria en forma gratuita pero no obligatoria.

El ordinal 15 del artículo 120 ha permanecido sin modificación alguna en su texto, y hoy es el numeral 13 de la actual codificación. En ese orde­namiento perdura aún el espíritu de la base 5a No se ha alterado, pues, el principio de que corresponde al Presidente de la República, como su­prema autoridad administrativa, la reglamentación de la educación pública nacional. El canon 41 del antiguo estatuto sí quedó reformado por el artículo 14 del Acto legislativo de 1936, en el sentido de garantizar la li­bertad de enseñanza y de autorizar la suprema inspección y vigilancia de los institutos públicos y privados, autorización que no quedó condicionada, como ocurre en los casos señalados por los artículos 32 y 39 que regulan igualmente la intervención estatal, a la expedición de una ley. En la mis­ma norma se introdujo, además, esta reforma: "La enseñanza primaria será gratuita en las escuelas del Estado, y obligatoria en el grado que se­ñale la ley". Ello significa que se sustrajo de la órbita de compentencia del Organo Ejecutivo lo relacionado con el grado de obligatoriedad de la educación primaria nacional, quedando, en todo lo demás, vigente el orde­namiento constitucional del 86.

Las anteriores premisas apoyadas en la letra y espíritu de la Carta, lle­van necesariamente a estas conclusiones: no existe ordenamiento constitu­cional alguno que explícita o implícitamente confiera facultades al Con­greso para regular la educación pública nacional, salvo en lo relacionado con el grado de obligatoriedad de la enseñanza primaria. Aquella función le está encomendada al Presidente de la República, quien debe ejercitarla por medio de reglamentos constitucionales.

No es admisible la hipótesis de que la atribución especial concedida por el numeral 13 al Jefe del Gobierno en orden a la reglamentación de la educación nacional, sea la misma que le fue reconocida por el ordinal 3o en relación con todas las leyes, porque ello equivaldría a borrar la base 5º de la reforma y el correspondiente ordenamiento constitucional. De otro lado, una interpretación de esta naturaleza llevaría a la conclusión ilógica e injurídica de que en una disposición de la Carta se repitiera exac­tamente lo que ya se había dicho en el mismo precepto. Si en el numeral 3o del artículo 120 estaba consagrado el principio general de que el Presi­dente puede reglamentar las leyes, inclusive las relativas a la educación nacional, no existía razón alguna para que se insistiera en regular lo que ya estaba regulado.

Para efectos de precisar el alcance de la doctrina anterior, conviene anotar que ella sólo tiene aplicación en lo relativo a la educación pública nacional, pero no en lo tocante con la reglamentación de los establecimien­tos departamentales de instrucción primaria y secundaria, función que compete a las Asambleas por mandato constitucional (artículo 187, nume­ral 1°). Implícitamente, en este texto se le otorgan facultades al Congre­so para legislar sobre las materias aludidas, es decir, sobre la organización de los institutos seccionales.

LA TUTELA DEL ORDEN PUBLICO

A fin de hacer una justa valoración de las normas constitucionales re­lacionadas con la conservación y restablecimiento del orden público, deben considerarse tres grupos, separados de disposiciones, en los cuales se ma­nifiestan los poderes jurídicos del Congreso y del Presidente de la Repú­blica de manera diferente.

Primer Grupo. Lo integran aquellos preceptos de la Carta que se re­fieren directamente a la facultad de crear y organizar los cuerpos armados encargados de proteger la normalidad. Entre esas disposiciones pueden ci­tarse los artículos 166 y siguientes, que confieren atribuciones exclusivas al Organo Legislativo para establecer la milicia y policía nacionales, para de­terminar el sistema de reemplazos y ascensos en esas instituciones, y para señalar los derechos y obligaciones del personal adscrito a tales ser­vicios. El Presidente de la República, de consiguiente, carece de potestades para desarrollar directamente aquellos ordenamientos, y con relación a las materias aludidas sólo tiene la facultad de reglamentar las leyes.

Segundo Grupo. Comprende aquellos otros mandamientos constitu­cionales que otorgan atribuciones para regular algunos aspectos distintos de la policía, como los procedimientos que debe utilizar, la órbita de com­petencia en que ha de moverse; el régimen jurídico de sus actuaciones, etc. Corresponde estudiar en primer término, dentro de las reglas de esta agru­pación, el artículo 77 de la. Constitución, que a la letra dice:

La ley podrá también reglamentar lo relativo a la policía, con el fin de uni­ficar los reglamentos de tránsito en todo el territorio de la República.

Conviene anotar que esa disposición aparece por primera vez en el Es­tatuto Fundamental en virtud del Acto legislativo número 1 de 1938, y que antes de su expedición no existía en nuestra Carta Política norma alguna que autorizara expresamente al Congreso para ir más allá de la creación y organización de los cuerpos armados y de la regulación de los asuntos enunciados anteriormente. Esta apreciación la confirma el mismo texto comentado. En efecto, si el constituyente dispuso en 1938 que la ley podría también reglamentar lo relativo a la policía con la finalidad espe­cífica allí señalada, fue porque consideró que antes de tal ordenamiento no podía hacerlo, ni siquiera para unificar los estatutos de tránsito. Esa ampliación de las facultades del Congreso implica que la extensión de po­deres sólo se quiso hacer en forma muy limitada y de manera tal que las Cámaras no pudieran ocuparse, ad libitum, de regular la totalidad de los asuntos policivos. De la letra y espíritu del texto fluye natural y espontáneamente la idea de que en los negocios de esa naturaleza hay zonas ve­dadas para el Organo Legislativo.

Tanto el antiguo como el nuevo sistema se apoyan en el principio bá­sico de que la actividad policiva propiamente dicha es una función típica­mente administrativa que, como tal, debe estar dirigida y reglada directa­mente por el Organo Ejecutivo. Esta doctrina se ajusta exactamente a las modalidades de nuestro sistema institucional, y armoniza con las nuevas tendencias del derecho público universal que buscan la separación entre la materia legislativa y la materia reglamentaria, tendencias que se ha­cen más ostensibles en países que, como el nuestro, están sometidos a un régimen presidencial.

¿Cuál es la incidencia que sobre la tesis enunciada pudiera tener el artículo 187 de la Constitución En esa norma se dice que corresponde a las Asambleas: "2o Dirigir y fomentar por medio de ordenanzas y con los recursos propios del Departamento... lo relativo a la policía local en todo aquello que no haya sido materia de reglamentación por la ley...". Esa disposición debe interpretarse en consonancia con los otros ordena­mientos constitucionales que se ocupan de la misma materia, en forma tal que todos ellos armonicen. En este orden de ideas, el alcance del precepto transcrito no puede ser otro que el de atribuir a las Asambleas la facultad de reglamentar, dentro de sus respectivas jurisdicciones, aquellos asuntos de policía local que por estar comprendidos dentro de la esfera de compe­tencia del Organo Administrativo (las Asambleas son corporaciones admi­nistrativas por disposición del artículo 185), no pueden ser objeto de regu­lación legal. Ello quiere decir que el Congreso, además de la función de crear la milicia nacional, de fijar el régimen de reemplazos y ascensos en esa organización, de establecer los derechos y obligaciones del personal, y de unificar los reglamentos de tránsito, podrá ocuparse de esas mismas cuestiones en la esfera departamental, y que a las Asambleas corresponde desarrollar los otros aspectos de la actividad policiva. En la práctica, es esta la interpretación que siempre se le ha dado a los mandamientos cons­titucionales referidos, ya que nunca se ha dudado sobre las facultades que tienen las Asambleas para expedir los códigos departamentales de policía. Precisamente por tales razones no ha existido un estatuto legal de esa na­turaleza que opere a escala nacional y que elimine en su totalidad los có­digos seccionales.

Así, pues, las disposiciones constitucionales del segundo grupo sólo auto­rizan al Cuerpo Legislativo para unificar los reglamentos de tránsito y para regular, como es obvio, toda esa materia concreta. Igualmente lo facultan para ejercitar, en las esferas nacional y departamental, las atribuciones conferidas por los artículos 166 y siguientes de la Carta. En consecuencia, los otros poderes relacionados con la policía los tienen el Presidente de la República en la órbita nacional y en todo aquello que afecte el orden pú­blico, y las asambleas departamentales, en lo relativo a la policía local.

Tercer Grupo. Abarca todos aquellos cánones constitucionales que to­can, de manera más directa e inmediata, con la función de conservar y restablecer el orden público, y con las actividades de los cuerpos armados, dirigidas al mantenimiento de la normalidad. Entre tales disposiciones, y para los efectos de esta decisión, deben analizarse las siguientes:

  1. El artículo 28 que dispone que aun en tiempo de guerra nadie podrá ser penado ex post facto, "sino con arreglo a la ley, orden o decreto en que previamente se haya prohibido el hecho y determinádose la pena corres­pondiente". Esta norma no impide que aun en tiempo de paz, pero habien­do graves motivos para temer perturbación del orden público, sean apre­hendidas y retenidas, "de orden del Gobierno y previo dictamen de los Ministros", con la audiencia del Consejo de Estado (artículo 122), las per­sonas contra quienes haya graves indicios de que atentan contra la paz pública. Establece el precepto comentado, pues, que no sólo la ley puede prohibir ciertos hechos y fijar las sanciones correspondientes, sino que igual cosa se puede hacer en la orden y en decreto, actos típicamente ad­ministrativos. Es claro que la Constitución no se puede referir a los deli­tos propiamente dichos ni a los procedimientos para indagarlos, en ra­zón de que tales infracciones, por su naturaleza propia y por mandato del artículo 76, atribución 2°, caen bajo la esfera de competencia del Congreso. La norma comentada, al hablar de la orden y del decreto, quiere que por medio de tales actos se pueda estatuir directamente sobre las contraven­ciones, sin necesidad de que exista una ley. Los estatutos que en tales ca­sos expida el Gobierno, tienen el carácter de reglamentos constitucionales, que no legales. Idéntica naturaleza tienen también, los que dicte con la audiencia del Consejo de Estado y previo dictamen de los Ministros, para regular la aprehensión y retención de las personas sospechosas de atentar contra el orden público. Es oportuno relievar que en el ejercicio de estas últimas actividades no tiene participación el Congreso. Ellas no son regu­lables por la ley, sino por el reglamento constitucional.

  1. El artículo 120, numeral 7°, que atribuye al Presidente de la Repú­blica, como suprema autoridad administrativa, la función de conservar el orden y de restablecerlo cuando fuere perturbado. Es esta la misión pri­maria y esencial del Ejecutivo, por cuanto constituye el supuesto indispen­sable para la coexistencia social, para la plena realización de los fines del Estado, y para la adecuada protección del derecho. Por ese motivo, cuan­do la Constitución encomienda al Jefe del Gobierno tal función, no le está otorgando solamente una facultad: le está imponiendo una obligación in­declinable, un deber ineludible. El cumplimiento de ese mandato corres­ponde íntegramente al Ejecutivo. Ese deber no se comparte, ni la consi­guiente responsabilidad se fracciona. El sistema, tal como aparece estruc­turado en la norma que se analiza, no es más que la consecuencia forzosa del régimen presidencial adoptado en el 86 y mantenido a través de las múltiples reformas de la Carta. Sería ilógico, por decir lo menos, que en una organización jurídica de esa naturaleza se distribuyera entre dos ór­ganos la función primordial de conservar el orden público, y que uno de ellos pudiera interferir al otro en el cumplimiento de un objetivo que por sí mismo exige unidad de pensamiento y unidad de acción. Precisamente, como contrapartida necesaria de la obligación de mantener el orden, al Presidente de la República se le dota de los instrumentos jurídicos indis­pensables para alcanzar aquella finalidad esencial. Allí está el origen del poder supremo de policía, que se desenvuelve en una facultad de regla­mentación independiente de la de la ley y en una potestad de compulsión directa.

  1. El artículo 121, que concede al Presidente de la República la fa­cultad de declarar turbado el orden y en estado de sitio la Nación. De esa ma­nera, la Constitución autoriza el empleo de procedimientos extraordina­rios en aquellos eventos en que los sistemas corrientes de policía no sean suficientes para mantener la normalidad. En la medida en que vayan co­brando fuerza los factores de perturbación, se irán ampliando las atribu­ciones del Gobierno en forma tal, que siempre esté dotado de las potesta­des indispensables para contener la agresión al orden. De allí que el po­der ordinario que tiene el Presidente para reglamentar la ley y la Consti­tución, pueda llegar hasta el extremo contemplado en la norma que se analiza. Cabe observar, que todas estas actividades corresponden exclusi­vamente al Organo Ejecutivo, sin que haya posibilidad alguna de que las interfiera la ley.

  1. El artículo 120, numeral 6o, que faculta al Presidente de la Repú­blica para disponer de la fuerza con el objetivo de mantener el orden. Es evidente que la segunda parte del ordinal sugiere a primera vista la idea de que esa atribución tuviera que ejercitarse de acuerdo con las formali­dades legales, pero si se analiza cuidadosamente el precepto, será fácil ob­servar que tal requisito se refiere a la potestad de conferir grados milita­res. Si así no fuera, se habrían utilizado las palabras "esta" y "facultad" en forma pluralizada, ya que en todo el ordenamiento se conceden dos po­testades y no una. De otro lado, los antecedentes de la reforma del 86 sa­can adelante la interpretación que se ha hecho. En la sesión realizada por el Consejo de Delegatarios en 26 de mayo del año citado, se discutió el artículo original que decía: "Disponer de la fuerza armada y conferir gra­dos militares". Allí aparece igualmente que el señor Samper propuso la si­guiente modificación: "Disponer de la fuerza armada, y asimismo conferir giados militares con arreglo a esta Constitución y a las leyes". El delega­tario Ospina Camacho, acompañado en este punto por el señor Caro, glo­só la adición "porque esto equivaldría a establecer que el Congreso pudie­ra disponer de la fuerza y dejase así al Poder Ejecutivo sin ejército, o a éste completamente anarquizado. En todo caso más valdría decir con arre­glo al inciso 4° del artículo 96 de la Constitución", objeción que fue con­testada por el señor Samper, así: "No ha sido mi intento quitar al Poder

Ejecutivo la facultad de disponer de la fuerza armada, ni mucho menos anarquizar el ejército, y así lo indica claramente la coma que he puesto después de la palabra armada, pues ella separa las dos proposiciones". Este pensamiento fue acogido por el delegatario Calderón Reyes, quien propu­so la fórmula aceptada definitivamente y que es la misma que hoy rige. Ciertamente que en ésta se suprimió la coma de que habló el señor Sam­per, pero ello se debió probablemente a que el texto adoptado, en razón de la interpretación gramatical que se hizo anteriomente, la hacía absoluta­mente innecesaria. Así, pues, de acuerdo con el tenor literal de la disposi­ción y con el pensamiento claro de los constituyentes del 86, no rectificado en las múltiples enmiendas de la Carta, el Presidente de la República pue­de disponer de la fuerza armada en orden a conservar la normalidad, sin que el legislador, pueda interferir esa actividad. En esa forma se establece un sistema armónico y congruente que se inicia con la obligación impues­ta al Gobierno de mantener y restablecer el orden, y que culmina con la atribución de disponer de los elementos materiales necesarios para cum­plir debidamente su misión.

La obligación impuesta al Jefe del Gobierno de conservar el orden, conlleva la necesidad de dotarlo de los elementos jurídicos indispensables para cumplirla adecuadamente. De allí que se le otorguen facultades para disponer de la fuerza pública y que además se le reconozca implícitamente un poder de reglamentación, sin el cual estaría imposibilitado para ejecu­tar correctamente los ordenamientos constitucionales. La doctrina colom­biana, siguiendo los pasos del pensamiento jurídico universal, ha sosteni­do insistentemente que la potestad de desarrollar la Constitución y la ley, no es más que la consecuencia obligada del deber que se impone al Organo Administrativo de ejecutar y realizar en su plenitud aquellos estatutos y que, por lo tanto, el Ejecutivo tendría esas atribuciones aun en el caso de que no se le hubiesen concedido de manera expresa. Este principio ha per­mitido que el derecho público moderno se oriente en el sentido de robuste­cer y ampliar la órbita de acción del poder reglamentario, tendencia que ha tenido hondas repercusiones en muchos países.

Es evidente que esas nuevas concepciones del derecho constitucional, aunque respondieran a los requerimientos del Estado moderno, no podrían adaptarse a nuestro sistema jurídico si existiera texto expreso que a ello se opusiera. Pero ocurre que no hay precepto alguno de la Carta Política que directa o indirectamente rechace esa trascendental idea. Por el contrario, desde el Estatuto del 86, tal como fue aprobado por el Consejo de Delegata­rios, se abrió implícitamente la posibilidad de que el Presidente de la Re­pública, además de reglamentar la ley ordinaria, pudiera desarrollar direc­tamente, en ciertos casos, los mandamientos del Estatuto Fundamental. Ese sistema quedó consagrado desde el momento en que se le otorgó al Jefe del Gobierno la atribución de aplicar algunos ordenamientos constituciona­les de manera directa, facultad que implicaba la de desarrollarlos para efec­tos de su correcta realización. De otro lado, si la Constitución es una ley, y precisamente la Ley fundamental, la Ley suprema, la Ley de leyes, y si la finalidad concreta del poder reglamentario, es la de proveer a la ade­cuada ejecución de las leyes, de cualquier categoría que ellas sean, el Presidente de la República tendrá también la atribución de desarrollar direc­tamente aquellos mandamientos de la Carta que deba aplicar.

No resulta inoportuna la anotación de que la doctrina, tal como ha quedado expuesta, va muy en zaga con relación al pensamiento del delega­tario que tuvo una influencia más decisiva y determinante en la estructu­ración del Estatuto del 86, como fue el señor Caro. En efecto, él llegó a aceptar, inclusive, que el Presidente de la República disponía del poder de reglamentar aun aquellos preceptos constitucionales cuyo desarrollo se ha­bía asignado al legislador, cuando éste no ejercitaba oportunamente esa función. En su carácter de Presidente de la República y en momentos en que interpretaba un mandato de la Carta reglamentable por la ley, el se­ñor Caro dijo lo siguiente en su mensaje al Congreso de 1894:

Prescindiendo, por tanto, del asandereado artículo K y de todo lo transitorio que el Gobierno considera caducado o abrogado, queda en pie la disposición consti­tucional permanente; y como no se ha votado ninguna reforma de la Constitución que arrebate al Gobierno la facultad de reglamentar las leyes, se sigue que el Gobierno tiene la facultad, el deber, de reglamentar las disposiciones constitu­cionales no desarrolladas por ley, porque la reglamentación no reconoce otro fin que el de dar cumplimiento a la ley formulada en términos ineficaces por su generalidad y sería bien extraño que las leyes comunes hubiesen de quedar sin cumplimiento por no estar sujetas a la reglamentación ejecutiva. (Caro, Obras Completas, tomo VI, página 114).

EL DERECHO DE REUNION

La Constitución Nacional, al establecer los derechos civiles y las ga­rantías sociales, fija en las respectivas disposiciones el criterio a seguir sobre la competencia para desarrollarlas. En casi todas ellas se hace refe­rencia expresa al legislador, hecho que por sí solo implica una atribución de funciones al Congreso. Pero en el artículo 46, igual que en otros pocos ordenamientos, no sólo se guarda silencio en relación con el cuerpo legis­lativo, sino que en su segunda parte se sugiere la idea de que corresponde al Gobierno la función de disolver las reuniones que degeneren en asonadas o tumultos, o que obstruyan las vías públicas, atribución que conlleva la de reglamentar directamente la Constitución en esos puntos.

Para interpretar adecuadamente el mandamiento comentado, es preci­so tomar en consideración la naturaleza del derecho que consagra y la for­ma en que aparece establecido. Por su propia índole, el ejercicio del dere­cho de reunión puede estar en pugna con el uso de otros derechos recono­cidos por la Carta, como el de la libertad y seguridad personales de aquellos individuos que no participan en la reunión, cuando ésta se trueca en tu­multo o impide a los demás la libre utilización de las vías públicas. La po­sibilidad de esa colisión de derechos igualmente tutelados por el Estatuto Fundamental, determina la necesidad de una intervención directa de las autoridades en orden a asegurar el desarrollo normal de las reuniones pú­blicas, por una parte, y de las actividades corrientes de la ciudadanía, por la otra. Pero como la función de la policía no es simplemente represiva y, por lo tanto no puede limitarse a sancionar los hechos cumplidos, sino que su misión es principalmente preventiva, el Gobierno ha de disponer de los instrumentos jurídicos indispensables para cumplir a cabalidad los dos aspectos de su función. Es esa la razón para que en el artículo 46 de la Carta se les haya concedido a las autoridades, vale decir, al Presidente de la República y a los funcionarios subalternos que tienen ese carácter, el poder de vigilar el ejercicio del derecho de reunión y, consiguientemente, el de reglarlo en todo aquello que pueda afectar el uso de otras garantías sociales y particulares.

Así, pues, la facultad que tiene el Presidente de la República para ex­pedir reglamentos constitucionales sobre la forma en que haya de ejerci­tarse el derecho de reunión, tiene su origen en la naturaleza de ese dere­cho y en la circunstancia de que es susceptible de afectar otras garantías consagradas en la Carta. Por esas razones, la Constitución le otorga al Go­bierno la potestad de intervenir directamente en el ejercicio de ese derecho, y la de reglamentarlo en orden a asegurar su eficacia y a fin de impedir que la tutela de esa prerrogativa implique el desconocimiento de otras igualmente respetables. Como "la autoridad" ha de moverse entre esos ex­tremos, y como su intervención en cada caso ha de estar ajustada necesa­riamente al derecho, es preciso regular previamente tales actividades. Esa función reglamentaria se le ha concedido expresamente al Gobierno, como lo reconoce la Sala en la presente decisión y como implícitamente lo ha­bía aceptado la Corte Suprema de Justicia en la sentencia citada por el señor agente del Ministerio Público y en la de 7 de octubre de 1936.

En virtud de las consideraciones anteriores, se estima que el acto ad­ministrativo enjuiciado no quebranta las disposiciones superiores de dere­cho citadas en la demanda, y, que, de consiguiente, no se debe acceder a decretar su nulidad.

En mérito de lo expuesto, el Consejo de Estado, Sala de lo Contencioso Administrativo, administrando justicia en nombre de la República de Co­lombia y por autoridad de la ley, oído el concepto de su colaborador fiscal,

FALLA

Niéganse las súplicas de la demanda en el presente juicio.


Afectaciones realizadas: [Mostrar]


Copíese, notifíquese y archívese.

FRANCISCO ELADIO GOMEZ G. CARLOS GUSTAVO ARRIETA. RICARDO BONILLA GUTIERREZ. ALEJANDRO DOMINGUEZ MOLINA. GABRIEL ROJAS ARBELAEZ. JORGE A. VELASQUEZ D. ALVARO CAJIAO BOLAÑOS, SECRETARIO